Se nos fue el último gran héroe del siglo XX. El hombre de la imperturbable sonrisa, ese mismo que pasó por encima de las mayores adversidades, el odio más acérrimo, el sistema más execrable basado en los prejuicios de la piel y en la prepotencia de unos pocos.
En los últimos meses, Nelson Mandela presentaba evidentes signos de debilidad, pero seguía luchando. Su vida no ha sido más que eso, incluso cuando la vejez insta a ceder y dejar que el tiempo y las circunstancias tomen las riendas. Él nunca pareció abandonar.
El primer presidente de la república sudafricana, esa potencia que muchos analistas miran hoy como un tigre en expansión, es el mejor ejemplo de que la justicia siempre llega, aunque sea tarde.
Armado de paciencia y de esa fuerza tranquila, inmutable e inapagable, su vida no es más que el reflejo del poder natural de un hombre designado para dirigir a un pueblo, para encontrar la dirección en medio de la confusión y la oscuridad.
Ese corazón, Oh Mandela, cuánto habrá sufrido y, sin embargo, cuánto ha sabido perdonar. Ya entrando en la cárcel de Robben Island –ese pedacito de tierra en la costa de Ciudad del Cabo, lo más parecido a un campo de concentración destinado desde muy temprano al olvido de los rebeldes de las colonias holandesas y británicas–, caía sobre sus hombros el castigo más severo de un régimen enfurecido, ciego, rabioso, inhumano, salvaje hasta el punto de encarcelar a todos los que podían representar una amenaza. En Sudáfrica se vivió algo muy parecido al régimen del Tercer Reich alemán pero aplicado a la raza negra.
Mandela tuvo que pasar más de 27 años en la cárcel. Años de incomunicación y destierro. Una vida dentro de una vida. Un calvario que el gran hombre sudafricano compartió con otras grandes personalidades sudafricanas (entre ellos están Walter Sisulu, Govan Mbeki y Kgalema Motlanthe), y que Mandela supo convertir en un nuevo camino. Una reflexión sobre el uso de la violencia, una profundización de su campaña de desobediencia civil –que inició en el año 52 dentro del Congreso nacional Africano inspirándose en la experiencia de Gandhi– y la Carta de libertad del año 1955 en la que reclamaba abiertamente un Estado multirracial.
Los trabajos forzosos eran una rutina. El trato brutal algo cotidiano. Y además, la sensación de ser reducido a un simple número: el 466/64 –que las autoridades le atribuyeron a su entrada en la isla de Robben en el año 64– una realidad. Mandela tuvo que aguantar y vivir con el peor de los tratos. Sólo podía recibir una visita y una carta cada seis meses. En el caso de que las autoridades tuvieran la bondad de permitírselo.
Sin embargo, ese trato alimentó la voluntad y el prestigio de quien combatía el peor de los sistemas posibles. Fuera de Sudáfrica, Mandela ganaba seguidores y voces de apoyo, mientras que en el interior de su celda diminuta el preso trataba de mantener una disciplina férrea para seguir creciendo. De esta forma se licenció por correspondencia en un programa de Derecho de la Universidad de Londres.
Pero las enseñanzas y el legado que brinda Nelson Mandela a África y toda la Humanidad no sólo se limitan a esa constancia, esa serenidad, ese sentimiento de responsabilidad y de coherencia que él aplicaba en su vida cotidiana antes de solicitarlo de igual manera a sus seguidores y su pueblo. Mandela nos ofreció mucho más que eso: demostró a la clase política dominante de aquel entonces que era totalmente incorruptible y leal a su pueblo.
En 1984 el gobierno de Botha –un presidente autoritario que veía como su imagen de racista y supremacista iba creciendo en todo el mundo al mismo tiempo que el apoyo a Nelson Mandela se consolidaba–, trató de acercarse al hombre encarcelado para ofrecerle un “trato de favor”. La idea era acabar con ese mito indeseable que debilitaba a la casta blanca. Así pues, se le ofreció a Mandela la libertad para que se estableciera en uno de los “supuestos” territorios autónomos o “bantustanes” entregados a la población negra (verdaderas reservas para africanos autóctonos sin derechos), pero él nunca aceptó. Antes de otorgarle la libertad a él personalmente había que otorgársela a toda su gente.
Ese es el gran mensaje que dio Mandela. Nada puede detener lo que un pueblo exige con determinación y fe. Y él no podía defraudar a ese pueblo que, mucho tiempo antes, había sufrido el trato vergonzoso de unos pocos enquistados en el poder.
El desmantelamiento del Estado racista y supremacista sudafricano –ése régimen que subsistió mucho tiempo después de las vergüenzas y atrocidades perpetradas por los nazis en la Segunda Guerra Mundial– se hizo en el año 1990 con la llegada del presidente De Klerk. Era imposible negar lo evidente. Nadie podía derrotar esa fuerza de voluntad inquebrantable expuesta por Mandela, sus compañeros de lucha y un pueblo entero. Nadie.
Así es como llegó a crearse la nueva República Sudafricana. Nelson Mandela ganó las primeras elecciones presidenciales libres en el año 1994 y el Estado sudafricano que hoy conocemos es el fruto de sus principios de reconciliación y de mutuo reconocimiento. Es el regalo de Mandela para su pueblo. El fruto de una vida entera de lucha.
El devenir de este legado queda hoy en manos del pueblo africano, y, aunque existen todavía muchos retos sociales y económicos, la gran mayoría sudafricana goza ahora de libertad y tranquilidad a la hora de escoger su destino. Ése legado es inmensamente valioso, y se le debe en gran parte al hombre de la gran sonrisa.
Se nos fue Mandela, es cierto, pero los gestos de justicia y de entrega de semejante tamaño nunca se olvidan y siempre se agradecen. Recordemos pues a Mandela, ese hombre que derrotó a la locura del odio con la fe de la justicia y la paz.
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