Comuneros, reformistas, austracistas, afrancesados, la canalla marxista en contubernio judeomasónico... Todos fueron aplastados. El pueblo español nunca terminó de conquistar un rango paritario frente a su élite estamental. Mucho menos, el tradicionalismo interiorizó un contrato social real. Sin factor revolucionario, sin comunión identitaria, un manto de oscuridad cubrió secularmente la península. El sello de la españolidad quedó ligado a su rúbrica aristocrática, a su apostólica sanción. Tras cinco siglos de supremacía reaccionaria, un arraigado sentido patrimonial del Estado llegó intacto a la orilla democrática de 1978. España nunca dejó de ser otra cosa que la oportunidad de negocio de una minoría.
Esta hegemonía conservadurísima supuso la absoluta castración de la sociedad española; la condena a su minoría de edad sociológica y cultural. Se alzó la españolidad incuestionable, autoritaria, emanada como verdad-madre por unas fuerzas vivas reafirmadas en su historia, sin Renacimiento, sin Reforma y sin Revolución. Mientras en Europa se aprendía a pensar y la burguesía conquistaba su papel interlocutor cuestionando la desigualdad natural del individuo, el español asumía como propios los dogmas otorgados por su élite dominante. Para entonces la teología natural colmaba su filosofía; la desdicha definía sus usos y costumbres, su cristiana resignación; aprendió incluso a odiar a todo aquel que disentiera de la lógica prescrita por su élite dirigente.
Con la instauración de la farsa electoral decimonónica, el voto tradicionalista pasó de ser el salvoconducto de la España asalariada más dependiente, a un desesperado ensayo antropológico por metabolizar, incluso desde la pobreza, cierta asimilación estamental que brindara una mínima seguridad. La des-gracia culpable del pueblo español, tributario histórico de la más triste de las historias, encontró su absolución en la sumisión a la aristocracia que lo sometía. Sólo en el heroico sacrificio, o inclinándose ante el señorito, encontró el español su dignidad. Gestionar el país se convirtió así en una cuestión de temperamento. Al español le pueden quitar la casa, el trabajo, hasta la salud y educación de sus hijos, que no se planteará otra comprensión de su mundo-razón. La españolidad, dogmática cual catecismo, no puede debatirse: el orden es conservador, igual que la República es irresponsable, igual que el federalismo es separatismo; igual que la laicidad es radical ateísmo.
Como resultado, al exponente de la españolidad le basta con participar de la bandera y la capilla para impermeabilizar su honor. Se trata de la apariencia de una cierta belleza del alma como antesala al tocomocho social. Sin rendición de cuentas, el principio monárquico culmina el tercer vértice de la desdicha patria. La gracia real sigue constituyendo el logos divinizado de la huérfana España. La consagración platónica de estos tres pilares es lo que permite al pulcro y decente patriota español su impunidad, su indulto, la redención de sus pecados. La españolidad es una metafísica en sí misma. Monarquía, Iglesia y aristocracia en la ideal instauración de lo que Marx denomina su point d'honneur espiritual, su sanción moral, su complemento solemne, su razón general de consolidación y justificación. Se trata, continúa el filósofo alemán en su célebre crítica a Hegel, de la fantástica realización de la esencia humana cuando ésta carece de verdadera realidad; cuando su gobierno mira sólo por él; cuando sólo busca ver plasmadas sus propias aspiraciones.
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