La administración Obama ha traído hasta Washington para instruir la causa a un terrorista libio llamado Ajmed Abú Jatala. Su detallada historia evidencia la forma de ver la amenaza islamista que tiene el Estado, y resulta desalentador. Afortunadamente, hay una alternativa mucho mejor.
A Ajmed Abú Jatala se le imputa el asesinato en grado de participación de un embajador y tres estadounidenses más en Bengasi en septiembre de 2012. Tras una instrucción penosamente lenta, durante la cual el sospechoso estuvo en libertad y concedía desafiante entrevistas, el ejército estadounidense le capturaba el 15 de junio. Después de ser trasladado por mar y aire hasta Washington, D.C., Abú Jatala estuvo en el calabozo, se le proporcionó un abogado de oficio, Michelle Peterson, fue juzgado, determinada la causa y tras escuchar la traducción en árabe de los cargos, se declaró no culpable de un único cargo de conspiración y solicitó la dieta penitenciaria halal. Potencialmente se enfrenta a una condena de cadena perpetua.
Este escenario reviste dos problemas. En primer lugar, Abú Jatala disfruta de todo el abanico entero de garantías que ofrece el sistema legal estadounidense (en la práctica le fueron leídos sus derechos en el momento de la detención, es decir, su derecho a guardar silencio y su derecho a un abogado), lo que hace incierta la condena. Como explica el New York Times, presentar cargos en su contra será "particularmente difícil" a causa de las circunstancias de los ataques, que tuvieron lugar en medio de una guerra civil y en el seno de un país que rebosa hostilidad hacia Estados Unidos, en donde la preocupación por la integridad física de los interesados hizo que los detectives estadounidenses tuvieran que aguardar semanas para acudir a la escena del crimen a recabar pruebas, y la instrucción depende del testimonio de testigos libios trasladados hasta Estados Unidos que bien pueden derrumbarse al ser cotejados.
En segundo lugar, ¿de qué sirve una condena? Si todo sale bien, un agente irrelevante abandona el servicio activo, dejando intactas las fuentes ideológicas, los mecanismos de financiación, la estructura jerárquica y la red terrorista. Una empresa cara, agotadora y alambicada de años de duración quedará avalada, sin perjudicar al enemigo. Si Abú Jatala es condenado, los funcionarios de la administración podrán presumir, pero los estadounidenses solamente estarán marginalmente más seguros.
Esta inutilidad recuerda a los años 90, cuando a los atentados terroristas se les despachaba de forma rutinaria el trato de sucesos criminales y eran llevados por tribunales de justicia, en lugar de ser considerados actos de guerra a afrontar con el uso de la fuerza militar. A modo de réplica, denuncié en 1998 que el gobierno estadounidense no consideraba la violencia terrorista "como la guerra ideológica que es, sino como actos delictivos discretos", enfoque erróneo que convierte al ejército estadounidense "en una especie de policía global y que le impone niveles anormalmente elevados de certeza antes de poder intervenir", obligándole a recabar pruebas de las que aceptan los tribunales.
George W. Bush descartó el paradigma criminal cuando anunció de forma dramática "una guerra contra el terrorismo" la noche del 11 de Septiembre. Si bien se trataba de una formulación torpe (¿cómo puede declararse la guerra a una táctica?), lo que se conocería como la Doctrina Bush acarreaba el enorme beneficio de declarar la guerra – en contraste con la intervención policial – a los que atacaran a estadounidenses. Pero hoy, 13 años más tarde y gracias en parte al éxito de esta guerra, la administración Obama ha vuelto al enfoque de detener delincuentes anterior al 11 de Septiembre.
En lugar de esto, la respuesta norteamericana a los atentados terroristas contra ciudadanos estadounidenses debería ser fulminante y letal. Como escribí hace 16 años: "cualquiera que cause daño físico a estadounidenses debe saber que la represalia estará garantizada y será desagradable… Siempre que las pruebas apunten que terroristas de Oriente Próximo han causado daños personales estadounidenses, debe desplegarse la fuerza militar norteamericana. Si el autor material no se conoce con exactitud, entonces se castigará a los que se sabe que protegen a los terroristas. Hay que ir a por los gobiernos y las organizaciones que apoyen el terrorismo, no sólo a por los particulares".
Prescindamos del análisis pormenorizado de la identidad de quien perpetra el atentado. La seguridad no depende de complejos mecanismos de instrucción judicial, sino de los precedentes de la disuasión norteamericana, establecidos "a través de años de tremenda represalia contra cualquiera que llegue a perjudicar a un sólo ciudadano estadounidense". Los enemigos han de dar por descontado enfrentarse a toda la indignación de los Estados Unidos cuando afecten a su ciudadanía, disuadiéndoles así de cometer tales atentados en el futuro.
El contribuyente estadounidense contribuye con 3 billones de dólares por ejercicio al gobierno federal, y a cambio espera ser protegido de las amenazas exteriores. Esto es mucho más cierto en el caso de los ciudadanos que se aventuran al extranjero en nombre de su país, como los cuatro funcionarios diplomáticos que perdieron la vida en Bengasi.
La instrucción de una causa contra un acusado exige pruebas de culpabilidad, la lectura de los derechos, una defensa, jueces y jurados. El enfrentamiento bélico exige la represalia sin paliativos del ejército estadounidense.
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