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Lovaina

El saber acumulado de siglos, esa suerte de oikoumene cultural europea era lo que había sucumbido pasto de las llamas
Nicolás de Miguel
lunes, 25 de agosto de 2014, 07:03 h (CET)
Corría el verano de 1978, cuando en nuestro país se redactaba la Constitución actual, y por vez primera, sin la compañía de mis mayores, viaja por eso tan cercano y tan lejano, ese sueño llamado Europa. El Benelux era el centro de operaciones, y dentro de este, la hermosa ciudad belga de Lovaina. Gracias a los viejos libros y referencias paternas, amén de la curiosidad propia de un joven inquieto, su solo nombre me fascinaba. El enclave de Flandes simbolizaba todo lo que un amante de la europeidad y la cultura podía soñar. Hacía una década ya que su celebérrima biblioteca padecía de la estulticia tan en boga ahora, pero eso es otra historia.

Hace ahora un siglo, cuando las Luces de Europa llevaban un mes apagadas y cuyas únicas emisiones flamígeras no eran otras que las proyectadas por mortíferas armas en Francia, Prusia Oriental, la Galitzia o el Drina, un suceso resumía el horror que supuso para Europa, para la civilización entera, la Gran Guerra. El ejército germano redujo la emblemática Biblioteca de Lovaina a escombros. Las flores y los vítores efímeros que aún resonaban desde San Petersburgo hasta París pasando por Berlín, Viena o Belgrado ya habían cesado.

Las dos grandes guerras del pasado siglo se habían cebado con aquélla ciudad, con su biblioteca. Para un muchacho al que le asombraba todo de esos hermosos países (en honor a la verdad, no solo sus tesoros artísticos y el aire de libertad asentada, también las latas de una famosa firma de refrescos) , aquel relato me produjo especial desazón. Y me la sigue provocando. Es el saber acumulado de siglos, esa suerte de oikoumene cultural europea lo que había sucumbido pasto de las llamas. En la relativamente lejana canícula del 78, todo parecía superado. Europa (al menos en su parte occidental) vivía solazándose en su prosperidad y libertad.

Aquel primer viaje iniciático, la historia de la destrucción y resurrección de Europa, al menos de la Europa que los espíritus libres aún soñamos sigue desvelándome. Que siniestras paradojas tiene la Historia. En su recta final, durante la pasada centuria, en estas mismas calendas, la Biblioteca que fuera el orgullo de Sarajevo era incendiada ante el espanto del mundo y enmudecía a la ya sorda Europa. Sarajevo, la ciudad donde se prendiera la mecha que arrasó el templo del saber de Lovaina. En una conferencia, en los EUTG de San Sebastián, entre relatos atroces de los Balcanes, me lamenté por Europa. Lo sigo haciendo. Pero sigo soñando.

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Acabaré estas columnas sobre lo poco que puede ofrecer la izquierda política a nuestro país con el último de sus horrorosos cinco mandamientos. Este quinto mandamiento es tratar de imponer siempre la propia opinión y la propia doctrina acusando al adversario de derechas de ser incapaz de diálogo por no aceptar su imposición.

Ahora también sabemos que la máxima autoridad diplomática de la Unión Europea (UE), Kaja Kallas, ha repetido públicamente lo que públicamente Trump nos exige, que gastemos mucho más en lo militar -un 5%-, es decir, mucho más empobrecimiento para los pueblos.

Esta naturaleza herida requiere sanación; el árbol de la vida hay que sustentarlo entre todos y sostenerlo con abecedarios de concordia, antes de que las desavenencias nos rompan los vínculos fraternos y el odio se avive por todas partes, disuadiendo cualquier esperanza viviente que nace del amor y se funda en el amar.

 
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