Este mundo de prisas y de pocas pausas, olvida con demasiada frecuencia la necesidad de pararse a pensar, de sonreír al que se cruza en nuestro camino, ya no digamos de ocuparse y preocuparse por aquel que solicita nuestra asistencia, esa dimensión de gratuidad la tenemos aletargada, puesto que nos hemos acostumbrado a movernos por intereses mundanos. Hay que volver a esa innata sabiduría del corazón, la de ser solidarios con el análogo sin juzgarlo. La experiencia de la pandemia del coronavirus puede ser la gran lección de humanidad, lugar privilegiado de transmisión de valores y principios, en un mundo tremendamente interconectado, pero frío en relaciones humanas. Precisamente, en un artículo publicado hace poco en The Guardian, los líderes de la ONU afirman que el Covid-19 es una verificación no sólo de nuestros sistemas y mecanismos de atención de salud para responder a enfermedades infecciosas, sino también de nuestra capacidad de trabajar, en dirección conjunta, como una colectividad de países ante un desafío común. Esta es la prueba, la de obrar unidos, empezando por una atención médica accesible y asequible a toda la humanidad, sin tener en cuenta tratamientos diferenciales arraigados en función de los ingresos, el género de los individuos, la geografía en la que habiten, la raza y el origen étnico, la religión o el estatus social. Esta dimensión de servicio entre nosotros, y sobre todo en relación a los más necesitados, hace tiempo que la hemos perdido o no la fomentamos.
En efecto, la situación es la que es y no puede ser más indigna, en un mundo en el que millones de niños solo conocen la guerra, o millones de abuelos sólo se tratan con la soledad. Realmente, somos una generación a la que nos suele escasear esa talla moral, que radica tanto en el donarse como en el perdonarse; y, sin embargo, suelen sobrarnos actitudes egoístas que nos impiden engrandecernos como humanidad, a través del valor del acompañamiento, algo innato a todo ser vivo que demanda sentirse amado y consolado siempre. Desde luego, no hay mejor sabiduría que la actitud de abrirse a la gente, haciéndonos más abiertos al diálogo para conocernos y comprendernos mejor, cuando menos para aliviarnos de la carga de desolación que a veces nos invade. En este sentido, y con referencia a la pandemia del coronavirus, a mi entender la respuesta internacional ha sido crucial para luchar contra el estigma de los mil temores y ansiedades en individuos y sociedades. A propósito, tenemos que reconocer que la Organización Mundial de la Salud está proporcionando su experiencia, que no es poca, para favorecer el desarrollo de la investigación de casos, con la contribución de fármacos y vacunas. De todos modos, el pánico no puede derrumbarnos. Todos podemos hacer algo por los demás, mientras no se desarrollen tratamientos médicos vitales; y, no es otra la tarea, que la de asistir y socorrer con las directrices sanitarias marcadas, al menos para que se retrase la transmisión.
Nuestra misión responsable es esencial para que no se propague el virus. A mi juicio, es vital la unidad de todos los actores sociales; y, por eso, resulta esencial que la ciudadanía por si misma sepa protegerse y amparar a sus semejantes. Hay mucha gente vulnerable, como pueden ser los migrantes o los excluidos por el propio sistema, que no pueden abandonarse en el sufrimiento. Esta actitud es discriminatoria, injusta, y causa verdaderamente una inhumanidad, dejándonos un rastro de amargura que nos traspasa el alma. De ahí, lo substancial que la especie se levante y no se degrade más. No hay mayor dolor que el de la indiferencia. Olvidamos que lo que nos humaniza innegablemente es poder salir de nosotros mismos, para hacernos mejores, más humanos y clementes, pues la vida en el fondo es una donación, un deber de entrega, una conciencia de servicio. Pensemos en nuestro mismo momento de nacer, necesitamos para vivir los cuidados de nuestros progenitores, y así en cada momento y etapa de la vida, jamás podremos caminar por sí mismos, por muy endiosados que nos volvamos. El reconocimiento de esta realidad debe invitarnos a permanecer en guardia, a ser humildes de corazón, a despojarnos de corazas y a practicar con decisión la solidaridad, en cuanto que es virtud indispensable para poder marcar ruta de existencia.
Tan solo cuando el ser humano se concibe como parte de la colectividad, es posible una actuación conjunta orientada a ese preciado bien colectivo, que es lo que francamente nos vincula en generosidad. Desde luego, resulta tan humano como fructífero, observar la colaboración estrecha entre expertos mundiales, gobiernos y asociados para ampliar rápidamente los conocimientos científicos sobre este nuevo virus, rastrear su propagación y virulencia y asesorar a los Estados y a las personas sobre las medidas para proteger la salud y prevenir la propagación del brote. A mi manera de ver, lo culminante de todo esto, es que los trabajadores de salud cuando llegue un paciente infectado sepan qué hacer y, tomen nota de algo muy significativo, si su infraestructura sanitaria cuenta con los suministros y equipo médico necesarios, así como con planes de contingencia ante imprevistos. La OMS, naturalmente, ha activado la máxima alerta como no podía ser de otra manera, y lo ha hecho de forma alta, clara y profunda, ya que la “pandemia” no es una palabra que deba utilizarse a la ligera o de manera imprudente. En cualquier caso, esta preocupación debe achicarse en la medida en que nos dejemos ayudar, por falta de capacidad o de recursos y, cada cual desde su propio corazón, active la sabiduría del pulso ante la falta de determinación o ignorancia.
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