Las avenidas y bulevares de mi ciudad, así como también las del resto de España, parcialmente desiertas desde la proclamación del estado de alerta a causa del coronavirus, me recuerdan a los decorados urbanos de esos filmes de serie b que recrean, sin esmerarse demasiado en los detalles, un paisaje postapocalíptico poco verosímil. Algunos transeúntes, conscientes o no del despropósito al que contribuyen con su osadía, pasean despreocupadamente como si lo que está aconteciendo no fuese con ellos. De hecho, la policía se ha visto obligada a intervenir en más de una ocasión en estos pocos días que llevamos de cuarentena, amenazando con aplicar sanciones que pueden oscilar entre los cien y los seiscientos mil euros, y realizando alguna que otra detención.
Por suerte, las aglomeraciones en los supermercados de gente desesperada por abastecer de víveres su despensa han ido declinando a lo largo de estos días. Se me antoja que no eran del todo conscientes de que, con su actitud, además de privar de alimentos y otros productos de primera necesidad a quienes por el contario sí han seguido al pie de la letra todas y cada una de las recomendaciones de las autoridades sanitarias, se estaban exponiendo neciamente al contagio de la enfermedad. De hecho, es muy probable que en el fragor de tales avalanchas se haya podido producir más de un contagio por Covid-19, que es el nombre con el que ha bautizado la comunidad científica a la jodida gripe china o neumonía de Wuhan.
Los políticos, que son quienes más deben contribuir al sosiego y la solidaridad, por ahora se están portando bastante bien. Los reproches de la oposición a las actuaciones del gobierno frente a la crisis siguen formando parte de sus discursos y diatribas, pero el matiz del lenguaje que emplean para proclamarlos ya no es el mismo. Así tendría que ser durante toda la legislatura. Después de todo para eso está, entre otras cosas, la oposición: estimular a las autoridades, legítimamente elegidas por sufragio universal, para que no se duerman en los laureles. Si es así nadie, ni el más ponderado, podrá reprocharles nada. El que no entienda eso es que tiene la piel demasiado fina como para pretender dedicarse a la política sin salir escaldado de los enfrentamientos dialécticos que pueden darse entre ellos.
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