En 1996, siendo doctorando en Yale, obtuve una beca de viaje para
recabar la labor documental de mi tesina en Irán. Todo iba con
normalidad hasta que intervino un empleado de la administración del
centro. Aunque no tenía idea de Irán, simplemente no podía concebir que
un judío estadounidense fuera a desplazarse allí. Me convocó y llegó a
la conclusión de que toda la cuestión debía ser considerada
detenidamente por la administración y el departamento jurídico. A
instancias de un amigo del claustro, abordé un aparato comercial antes
de que pudieran ponerse de acuerdo y me fui hasta Irán.
La realidad resumida es que Irán es un lugar mucho más peligroso para
los irano-americanos (que el régimen de Teherán insiste han de viajar
con pasaporte iraní) que para la gente como yo, sin parentesco con el
país. No todo dentro de la República Islámica salió como cabía desear,
pero mi experiencia es que el personal iraní fue en general más atento
que la Biblioteca Carter de Atlanta cuando estaba llevando a cabo la
labor de documentación de mi reciente libro incide en las posturas de Carter hacia Corea del Norte. A la hora de
hacer cuentas, la disertación acabo obteniendo la máxima calificación en
Yale.
Durante los 15 años transcurridos desde que dictara mi disertación, la
situación de los que esperan llevar a cabo investigaciones intelectuales
en los avisperos del mundo se ha agravado, no solamente en el caso de
Yale sino prácticamente en el de todos los centros universitarios. El
problema no son los estudiantes, sino más bien la administración y los
departamentos jurídicos. En la mayoría de las universidades, se ha
producido una mitosis administrativa, dentro de la que proliferan y se
dividen los decanatos, los decanatos auxiliares, las intendencias del
preboste, los múltiples administradores, directores de departamento,
coordinadores del claustro y diversos jefes de estudios. Cada una de las
instancias ha de regular y solapar sus competencias para funcionar. En
lugar de prosperar por el escalafón académico, por desgracia, demasiados
profesores acaban postulándose a los puestos mucho más lucrativos de la
vía administrativa. Añada al nocivo caldo a los picapleitos, y rebosará
la disfunción. En lugar de formar a una generación de adultos, la
interpretación que hacen los departamentos jurídicos de las
universidades de la figura del in loco parentis a la hora de ejercer las
responsabilidades del centro hacia el alumnado censura la
responsabilidad y la independencia individuales.
Con demasiada frecuencia, la labor docente y el ejercicio alérgico al
riesgo de la profesión legal son factores mutuamente excluyentes.
Durante los últimos años he sido lo bastante afortunado para participar
en la organización Alexander Hamilton Society que acerca a los campus universitarios a los analistas de la política
exterior y la seguridad nacional y les organiza intervenciones para el
alumnado y debates con el claustro. (Este semestre, por ejemplo, he
visitado la Universidad Stetson, la Academia Washington y tengo previsto
acudir mañana a Holy Cross y a la Northwestern la semana que viene). En
muchos campus, estudiantes y claustro dicen que las administraciones y
los departamentos jurídicos de los centros se niegan a financiar, y en
ciertos casos hasta a permitir, las labores documentales en zonas a las
que el Departamento de Estado desaconseja el desplazamiento.
He aquí el problema: Los avisos del Departamento de Estado no sólo son
curiosamente genéricos — raramente concretan los municipios y las
ciudades, y en su lugar meten todo en el mismo saco, el equivalente a
confundir el Detroit urbanita con la Nebraska rural — pero, más a mi
favor, son los núcleos problemáticos del mundo los más importantes de
cara a la labor inquisitiva. Claro está que, no siendo sinceros del
todo, diría que si pudiera volver a realizar mi labor doctoral, a lo
mejor me tentaría estudiar los efectos de los turoperadores de bajo
coste sobre las economías locales, pero metidos en harina preferiría que
las universidades produjeran expertos en los campos iraquí, iraní,
yemení, chino, coreano o venezolano como churros.
En algún momento, los
centros universitarios van a tener que elegir lo que debería tener
prioridad: la labor docente de peso o las políticas blindadas que
aconsejan sus instancias internas, a través de las cuales quedaron a
menudo marcadas las carreras de los asesores de la casa. A lo mejor, en
algún momento, un estudiante o catedrático resulta herido en un país
tercermundista o algo peor. Sería trágico. Y sus familias y amigos hasta
podrían llevar al centro a los tribunales por permitir que sus seres
queridos viajaran a países distantes y peligrosos. Pero hasta que las
universidades se planteen y luchen por su libertad de cátedra, estarán
abocadas a ser lugares informales en donde echar el café, en lugar de
locomotoras intelectuales relevantes en los campos internacionales del
mundo contemporáneo.
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