Durante las primeras semanas de confinamiento, cuando las madrugadas eran tormentosas y una espectral cortina de agua plateada caía desde el alero del tejado, una lechuza ululaba cada noche desde los cercanos árboles. En alguna ocasión incluso pude ver cómo intentaba cazar, con infructuoso resultado casi siempre, lanzándose en picado hacia los contenedores de basura cuando detectaba movimientos.
La lechuza fue, sin lugar a dudas, la dueña de aquel ecosistema temporal generado por los días duros de enclaustramiento humano. La naturaleza y los verdaderos habitantes de la noche disfrutaron de su espacio, libres y tranquilos al fin, sin la incómoda presencia de los ruidos y luces invasoras de las personas.
Los ojos de la lechuza relucían como candelas entre el espeso follaje de los enormes árboles. A juzgar por su tamaño, y el grosor de sus ramas retorcidas, estos ejemplares de pino mediterráneos serán ya centenarios. Por lo tanto, el lugar ideal para acoger a decenas de colonias de aves de diversas especies. Y como si de una suerte de líder de todas ellas se tratara, la lechuza ocupaba un lugar preeminente en la copa del más alto y robusto de todos los pinos. Parecía haber situado allí su particular oráculo y poder así planificar mejor las actividades de la creciente comunidad ornitológica.
Disfruté mucho observando su comportamiento. El insomnio me impulsaba a observar la noche limpia, pura y sin humanos desde el balcón. Siempre tuve la sensación de que la lechuza también me observaba a mí y que, desde el primer momento, me aceptó y dejó que formara parte de ese selecto grupo de criaturas de la noche recién constituido.
En los últimos días, con el paulatino retorno a la «normalidad», la lechuza se ha marchado. Estará en otro lugar más oscuro y tranquilo para ella. Todavía salgo cada noche al balcón esperando oírla ulular y desplegar sus alas poderosas. Quizá regrese pronto y traiga la sabiduría de Atenea para librarnos de tanta ignorancia.
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