Imagino que cuando un arquitecto es recibido en una casa desconocida, su mirada profesional no puede esconderse tras la cortesía que obliga al visitante. De un vistazo, evaluará la distribución de las estancias, la amplitud de los espacios o la robustez de los muros. Lo mismo le ocurre al lector experto. Cuando visita una casa, su mirada cae, inevitablemente, sobre los libros. Con una mera ojeada puede clasificar —acaso erróneamente— el tipo de lector que acoge los volúmenes, del mismo modo que nuestra mente encasilla a un desconocido por su ropa, su manera de andar o sus gestos más notorios. Una observación algo más detallada a las estanterías, le permite al ojo experto intuir el recorrido de gustos y aficiones que animan al dueño de los anaqueles, como si se tratara de los puntos de un dibujo que solo surge cuando estos se unen con un lápiz. Ahora bien, si al experto se le permite escrutar la biblioteca, y con esto me refiero a coger los ejemplares, inspeccionarlos, palpar el modo en que se han leído, si se han mimado las páginas o se han tratado como pasto de conejo, si hay esquinitas dobladas como flotadores en el mar o como piedras atadas a los tobillos, si hay anotaciones o subrayados u otras marcas de estudio abnegado o apasionado, si se ha apurado la lectura como un refresco en verano o como un elixir sagrado; si este análisis es permitido, decíamos, el examinador obtendrá una radiografía sentimental del dueño de los libros. Ahí ya no habrá dudas ni conjeturas. Se verán los huesos fracturados, las roturas cosidas y las heridas abiertas. Los libros se impregnan de las emociones insulsas o arrebatadas de sus lectores, las absorben como la tierra seca el agua de la lluvia.
Alguien muy querido me confesaba que cogió tanto amor a un libro que no quería acabarlo, así que demoraba su lectura, incluso la posponía, buscaba excusas para no leer y solo lo hacía cuando encontraba el momento perfecto; así se adora a los dioses o a los amantes. Cuando al fin cedía, saboreaba las palabras como el niño el último chapuzón del verano, con el placer de saciar las ansias y el rumor de una nostalgia anticipada. Cuando cerró la última página de La vida invisible, lloró.
Así son los libros, lo que las lágrimas a la tristeza: no mienten.
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