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Kolbe

La historia de un hombre ejemplar que dio su vida por los demás
Manuel Montes Cleries
lunes, 17 de agosto de 2020, 09:11 h (CET)

Dicen los teóricos de la comunicación que una noticia de ayer ya es antigua. Llevan razón, pero hay excepciones; conviene recordar la vida del franciscano Maximilian Kolbe (1894-1941). Un polaco que dedicó su vida al servicio de los demás y que murió en Auschwitz victima de la represión nazi. Estos días pasados se ha celebrado su festividad.

La vida y, sobre todo, la muerte de este ejemplar fraile, no fueron muy conocidas hasta el 10 de octubre de 1982. Ese día, el Papa Juan Pablo II lo canonizó y declaró “mártir por la caridad”. A lo largo de su vida acumuló méritos suficientes para ser considerado ejemplar, pero estimamos como el hecho más memorable de su vida, su confinamiento en la “celda de la muerte”, privado de todo alimento, junto a nueve compañeros con los que compartió el castigo.

Todo comenzó con su encarcelamiento junto a otros cuatro hermanos de la orden franciscana en febrero de 1941. Clausuraron el convento y les enviaron a Auschwitz como tantos otros polacos. Allí siguió ejerciendo su ministerio pese a padecer una tuberculosis que llevaba sufriendo desde muchos años antes.

El suceso que señala esta “buena noticia” se produce cuando se escapa un preso de aquel campo de concentración. El director de la misma, decreta la muerte por inanición de diez presos elegidos por él. Uno de los mismos suplica ser liberado del tormento. Se trataba del sargento polaco Gajowniczek, que aduce que, tras la muerte de su esposa, sus hijos se iban a encontrar solos en la vida. Kolbe, .que oyó esta conversación, se presentó como voluntario para sustituirle. Adujo su porqué: “No tengo a nadie. Soy un sacerdote católico”.

Estuvo en la celda junto a sus compañeros durante quince días sin pan ni agua. Al fallecer todos menos Kolbe, a este le inyectaron una dosis de fenol que acabó con su vida.

Durante muchos años he narrado esta historia a quien me ha querido escuchar. Procuro resaltar el día en que es proclamado Santo por Juan Pablo II –posteriormente también canonizado-. Aquel día en la Plaza de San Pedro se encontraban tres grupos: los turistas habituales que no sabían de que, ni de quién, se trataba; los supervivientes del campo de Auschwitz que habían compartido prisión con él y que valoraban como dio su vida por uno de sus compañeros; y el tercero, que estaba formado por una sola persona, el sargento Gajowniczek. Él, mejor que nadie, podía valorar la santidad del padre Kolbe. Pensaba que todo lo había hecho por su persona.

Supongo que a muchos de ustedes les parecerá una noticia antigua e intrascendente. Para mí, y para muchos de mis amigos, este relato significó un ejemplo extraordinario. Una buena noticia que te invita a hacer algo por los demás, aunque sea por una sola persona. Esta actitud nos permitirá sentirnos más humanos y más divinos.

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Censura. No la juzgo como una práctica muy denostada en estos días. Por el contrario, se me antoja que tiene más adeptos de los que, a priori, pudiéramos presumir. Como muestra de ello, hay un sector de usuarios que están abandonando cierta red social para migrar a otra más homogénea, y no con el fin de huir de la censura, sino por la ausencia o supresión de la misma en la primera de ellas.

Vivimos agazapados sobre los detalles mínimos a nuestro alcance y llegamos a convencernos de que esa es la auténtica realidad. Convencidos o resignados, estamos instalados en esta polémica de manera permanente; no aparece el tono resolutivo por ninguna parte. Aunque miremos las mismas cosas, cada quien ve cosas con matices diferentes y la disyuntiva permanece abierta.

El nombramiento de Teresa Ribera huele que apesta, aunque el Partido Popular y el Gobierno han escenificado perfectamente su falso enfrentamiento. Dicen en mi tierra que entre hienas no se muerden cuando no conviene o, si lo prefieren, entre bomberos no se pisan la manguera. El caso es que el Gobierno y sus socios ya celebran por todo lo alto ese inútil e inesperado nombramiento.

 
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