De pequeño iba a visitar con mi madre al hijo de un amigo de la familia. Este niño, Enrique Lozano, vivía enclaustrado en una casa del Paseo de la Farola malacitano. No se el porqué, pero le veíamos a través de una reja de la ventana. Padecía poliomielitis. Cuando se hizo más mayor le pusieron un montón de hierros en la pierna afectada y, con una cojera muy acentuada, pudo estudiar para practicante, profesión que ejerció durante muchos años. Otro compañero de mi trabajo, Paco Caballero, de una edad parecida, también había sufrido lo mismo y se apoyaba constantemente en unos bastones. Ambos solucionaron sus desplazamientos con una Vespa provista de un sidecar.
Aquellas visitas nos concienciaron de la necesidad de ser vacunados para evitar las epidemias que corrían entre los niños de la posguerra. Recuerdo especialmente la vacunación contra la viruela, que consistía en una herida en la parte superior de los brazos donde se inoculaba la vacuna. Ésta dejaba una postilla que se convertía en una especie de tatuaje labrado para siempre. A esta siguieron otras muchas que inmunizaron a toda una generación de los males endémicos que persistían desde siglos.
A nuestros hijos les sometimos a un calendario de vacunaciones completo. que acabó al llegar a la adolescencia. Ahora hay, además, algunas vacunas nuevas que son optativas (y muy caras por cierto). Los mayores nos vacunamos sin dudar contra la gripe cada año. Y en mi caso con un excelente resultado.
¿A que viene todo este preámbulo? A que hay un montón de necios, que se autodenominan “influencers”, que persisten en hacer campañas contra las vacunaciones de todo tipo. Eso es como querer cerrar los ojos a los avances de la medicina, de las sulfamidas o de los antibióticos, que tantas vidas han salvado. Recuerdo a los padres de nuestra infancia buscando como locos penicilina en Gibraltar; o comprándolas de contrabando para poder asistir a los enfermos de la época que lo necesitaban. (Al contrabando le decíamos entonces estraperlo, nombre sacado del acrónimo de los apellidos de dos mangantes de los años de la segunda república, denominados Strauss y Perle. En Málaga había un montón de portales clandestinos dedicados a dicho menester que han permanecido hasta los años setenta. Allí se compraban, entre otras muchas cosas las medias de “cristal”, los “conjuntos” de lana, las plumas “Parker”, el chicle Bazooka o los quesos y galletas holandeses).
Nuestros antepasados vivían tan ricamente sin vacunas ni medicinas… pero la palmaban a las primeras de cambio con un resfriado mal curado o una herida infectada. Se quedaban ciegos por la falta de insulina o “les daba un aire” provocado por una tensión arterial mal controlada.
Comprendo que el que no se quiera poner vacunas que lo haga. Pero no sometan a sus caprichos al resto del personal.
Que el que no se quiera poner mascarillas, se vaya a triscar a lo alto de un monte, donde no tiene que guardar distancia de seguridad con los olivos. Que el que quiera una medicina alternativa la use con su dilecta madre. Pero que se dejen de hacer recomendaciones propias de unas ideas medievales y faltas por completo de rigor.
Estoy esperando la vacuna del Covid 19 como el agua de mayo. Me pondré el primero en la cola para inoculármela y si después cojo el bicho… mala suerte. Yo habré hecho lo que he podido.
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