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​Democracia compleja

Estamos cambiando a marchas aceleradas con el progreso tecnológico y esto también tiene sus consecuencias en el campo de la política
José Manuel López García
jueves, 17 de septiembre de 2020, 08:37 h (CET)

El reciente libro de Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía política en la Universidad del País Vasco, expone numerosas ideas para el desarrollo de unas técnicas de Gobierno a la altura del siglo XXI. Es un libro extenso de más de 400 páginas. La información y el conocimiento son la base de las buenas decisiones políticas.

El caso de Inglaterra es paradigmático, ya que en el caso del imperio británico en el siglo XIX, la gran cantidad de informes que llegaban a la metrópoli dieron lugar a la elaboración de mejores leyes que impulsaron la revolución industrial y potenciaron el crecimiento económico. Y esto es claramente extrapolable a la actualidad.

Innerarity es consciente de la necesidad de nuevos procedimientos políticos que comprendan la complejidad social y también la libertad individual. Por eso escribe que «Unos tienen excesiva confianza en la capacidad del Estado para intervenir desde fuera y otros confían demasiado en los comportamientos individuales y en la capacidad de autocorrección del sistema».

En este sentido, es indudable que la regulación o superación de los desajustes y problemas sociales, laborales y de otros tipos precisa de acciones que tengan en consideración todos los elementos que intervienen en las situaciones sociales.

Complejizar la democracia es lo mejor, porque eso mismo significa estudiar todas las posibilidades en relación con la toma de decisiones políticas en cualquier Estado o sociedad. Existen disfunciones sociales e injusticias.

Las contradicciones son superables también desde una perspectiva social si el poder de un país reacciona adecuadamente buscando el interés general. Las anormalidades que se observan en las sociedades pueden ser corregidas. Se trata de reducirlas lo máximo posible o eliminarlas.

Daniel Innerarity cita a Robert Musil estableciendo una comparación o analogía del individuo con la sociedad: «la diferencia entre una persona normal y una que está loca es que la normal tiene todas las enfermedades mentales, mientras que la loca tiene solo una».

Por tanto, de lo que se trata es de organizar del modo más armonioso posible todas las dimensiones de la convivencia y de la vida social en todos los aspectos esenciales. Los límites y los controles en los Estados, si son racionales y coherentes garantizan la libertad de todos, sin duda. De lo contrario impera la ley de la selva. El saber experto es fundamental para que los gobernantes sepan decidir con el mayor acierto posible. Esto lo mantiene Runciman. Parece indudable que los ciudadanos tienen todo el derecho a disponer de un gobierno competente, por razones obvias o de sentido común. Y la racionalidad o irracionalidad del electorado es algo crítico y a considerar cuando se celebran comicios.

Comparto con el profesor Innerarity la percepción de una falta de confianza en los gobiernos, ya que existen muy serias dudas de que «sean capaces de afrontar los riesgos de la existencia de manera eficaz e igualitaria». Y en estos meses lo estamos observando ante el caos sanitario, social y laboral provocado por la pandemia en España y en el mundo. Es preciso respetar la realidad y los datos y actuar en consecuencia también anticipándose a lo claramente previsible.

No se deben despreciar o desatender los planteamientos políticos matizados y complejos, porque son los que ponen sobre la mesa las soluciones respecto a la desigualdad excesiva y las injusticias sociales. Es indispensable poner barreras infranqueables a la maldad y a los errores. No se trata de ser héroes es cierto.

Los gobiernos técnicos piensan en todos los ciudadanos y son la expresión de sistemas inteligentes que ayudan a todos. De todos modos, Innerarity considera que los Estados no son capaces de controlar sus sociedades. Y ya no es una cuestión de ensayo y error, sino de afinamiento y ampliación de los métodos para regular, del mejor modo imaginable, la actividad social en beneficio de todos los ciudadanos

La reflexividad es clave para que la sociedad digital se diseñe y funcione para la realización de una vida común lograda. Y es cierto que la tecnología ya ha modificado nuestro gobierno del yo. Esto es compatible con un humanismo solidario que aproveche para la vida las ventajas del mundo cibernético en el que ya estamos.

Estamos cambiando a marchas aceleradas con el progreso tecnológico y esto también tiene sus consecuencias en el campo de la política. La digitalización dará nuevos conocimientos e informaciones para la acción política solidaria. Las ingentes cantidades de datos harán más fiables y mejores las decisiones de gobierno en el ámbito de la sociedad. Estamos ante un reto positivo.

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En nuestra realidad circundante, en lo que solemos citar como nuestro entorno, el sistema judicial tiene como objetivo no la Justicia, abstracción platónica que nos trasciende, sino garantizar, con realismo y en la medida de los posible, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, que no es poco. Por eso hablamos de Estado de Derecho, regido por la Ley.

Estamos habituados a tratar con las apariencias, con la natural propensión a complicar las cosas en cuanto pretendemos aclarar los pormenores implicados en el caso. Los pensamientos son ágiles e inestables. Quien los piensa, el pensador o pensadores, representa otra entidad diferente. Y curiosamente, ambos se distinguen del fondo real circundante, este tiene otra urdimbre desde los orígenes a sus evoluciones posteriores.

Dejó escrito Salvador Távora sobre Andalucía que «la queja o el grito trágico de sus individuos sólo ha servido, por una premeditada canalización, para divertir a los responsables». No sé si mi interpretación es acertada, pero desde que vi por primera vez su obra maestra, Quejío, en el teatro universitario de Málaga creo que muy poco después de su estreno en 1972, el término adquirió para mí un sentido diferente al que antes tenía.

 
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