Acontece en la madrileña sala de exposiciones Palacio de Velázquez (tentáculo del Reina Sofía) la exposición pictórica de la recordada artista noruega Anna-Eva Bergman (1909-1987), quien pintó (cuadro a cuadro) un discurso de no poco calado. La aparente sencillez de sus pinturas es el embalaje de una poética con enjundia, ínsita esta, como decimos, en las obras. Serían las susodichas obras el encriptado manantío de sus alegatos creativos, sustentadores, a la sazón, de su plástico desempeño.
Son el fruto sus pinturas de un hondo ejercicio contemplativo de largo alcance, esto es, de horizontes preñados del misterio que trata de plasmar sin haber logrado el acceso a lo inescrutable que comporta.
Lo eternal, la infinitud son fuentes de inefabilidad que aprehende Bergman, quien se muestra díscola cuando de manejar contornos se trata, pues estos, a su entender, no existirían, siendo no otra cosa que ilusiones ópticas que nos ofrecen las transiciones entre sombra y claridad y entre cromatismos varios. Lo que sí aportaría la materia sería ritmo. En un sinestésico concebir, Anna-Eva Bergman maneja ritmos matéricos de suaves cadencias.
De fondo se colige que transcurría un efervescente ímpetu, el de nuestra artista, que obraba pinturas de apacible factura cargadas, a su vez, con todo el misterio que la existencia comporta.
La exposición “Anna-Eva Bergman. De norte a sur, ritmos” permanecerá en el Palacio de Velázquez del Parque del Retiro hasta el 4 de abril.
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