Aun recuerdo como la pasada nochevieja mandamos a esparragar al desastroso año 2020. Todos brindamos porque el recién nacido 2021 nos trajera mejores noticias que el fenecido “annus horribilis”.
Pues no, todo lo malo es susceptible de empeorar. En menos de un mes hemos superado todas las cifras de muertos y contagiados del Covid-19. Hemos tenido la nevada del siglo, inundaciones, rayos y truenos de toda clase, el estallido de una caldera en una parroquia madrileña y, si faltaba algo, terremotos a gogó en la cercana Granada.
Aun recuerdo a aquel limpiabotas malagueño al que llamaban “Er zopa”. Un calé alto, vestido siempre de negro, al que le atribuían un “mal bajío” importante. Aquellos que le conocían desaparecían inmediatamente en el momento que detectaban su presencia. Parece ser que su espíritu -y el del “pupas”- están campando por sus respetos a lo largo y ancho de este mundo. Como en tantas otras ocasiones los más perjudicados somos los pertenecientes a este “segmento de plata” que estamos palmando como chinches. Los jóvenes y los de mediana edad están pasando la enfermedad con más o menos problemas. Pero salen adelante. Los mayores no. Setenta millares de fallecidos en España (o más), han pasado a mejor vida y han abandonado las listas de los pensionistas.
Varias “malas lenguas” me han insinuado que lo que quieren es aclarar la sociedad de rémoras improductivas. Entre la pandemia y la eutanasia nos van a diezmar.
Estoy viviendo desde cerca el caso de un matrimonio de amigos míos que está viviendo esta situación de una forma dolorosa. Ambos andan por encima de los setenta y tienen hijos y nietos. El día de Reyes comieron con uno de sus hijos, su nuera y dos nietos. Al cabo de unos días, los cuatro adultos que asistieron a dicha comida cayeron enfermos bajo los síntomas del coronavirus. Los más jóvenes lo están pasando en casa, confinados, medicados y en franca mejoría. Los dos mayores han ido sufriendo la enfermedad de una forma progresiva. Ella ha tenido que ingresar en el hospital con una neumonía de la que, gracias a Dios, ha salido bastante recuperada y continúa el tratamiento en su casa. El marido ha ido empeorando día a día, con más fiebre y con un fuerte tratamiento. Sigue confinado en casa.
Esta es una más de los cientos de miles, si no millones, que se están produciendo en nuestro país. Me estoy escapando, porque me he sometido a un confinamiento voluntario. No he comido ni abrazado con, y a, mi gente desde hace casi un año. Tan solo salí a comer con mis amigos una vez este verano; en una terraza y a la distancia adecuada. Pasé tanto miedo que no he repetido. ¿Hasta cuando vamos a estar así? No voy a contestar como suelo hacer: “tres días después de muerto… y por la tarde”. Espero que a lo largo de este año (y de los próximos) consigamos estar todos vacunados y, por otra parte, encuentren los fármacos adecuados para curar aquellos que se sigan contaminando.
Mientras tanto… agua y ajo. Eso es lo que hay. Por cierto; cuidado con los meteoritos y los embarazos indeseados. Es lo que nos falta.
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