Este fin de semana, mi hija adolescente ha escrito emocionada una tarjeta navideña a una amiga. Y yo estoy encantado. Sé que puede parecer una tontería, pero es que, desde que recibió el móvil hace dos años, ha abandonado todo lo que tiene que ver con la escritura de puño y letra y se ha dejado llevar, desgraciadamente, por la corriente que impera en la actualidad.
Cuando ella tenía ocho años, recién llegados aquí, estaba obsesionada con los materiales de escritura. Le encantaba todo aquello que dejaba huella en un papel. En casa potenciamos esa afición comprándole hojas especiales, sellos de lacre con su propio emblema, plumas, lápices y bolígrafos de diversos colores para que desarrollase ese gusto tan en desuso.
En los primeros cuatro meses en Santander, escribió a sus amigos de Madrid diez cartas, todas ellas lacradas con su sello de flor de lis y escritas en un papel especial verjurado con su pluma nueva. Solo una niña respondió por el mismo medio. El resto contestó a través del guasap de sus padres con un “cómo me ha gustado, mola mucho, gracias” y cosas parecidas, con lo que mi hija se sintió frustrada y descorazonada porque no entendía la razón por la que le enviaban un mensaje tan frío, con todo lo que emocionaba recibir una carta en el buzón y que fuera dirigida personalmente a ti. Así que, decepcionada con el mundo, decidió, sin yo saberlo, escribirme a mí, depositar la carta en nuestro buzón para que yo la respondiera y así poder tener con quien cartearse.
Recuerdo vivamente la sensación que me recorrió cuando vi la carta y me explicaba, con su letra de trapo, cómo recurría a mí para recibir los pensamientos de otros, porque ella quería coleccionar sellos y palabras ajenas. Sentí una inmensa y entrañable lástima. Fui, la abracé de inmediato e intenté explicarle por qué la gente no respondía, que todo el mundo buscaba la inmediatez y que el mundo en el que estábamos inmersos se había vuelto demasiado líquido y gaseoso, que no se preocupase, que siguiera escribiendo a más gente, que seguro que habría alguien como ella con ganas de escribir y que, tarde o temprano, alguien recogería el guante.
Ya en la noche, reflexionando sobre ello, me acordé de Obabakoak, la excelente novela de Bernardo Atxaga, concretamente de la historia de Esteban Werfell. Este niño –hijo del ingeniero Werfell, el único ateo del pueblo, de origen alemán– conseguía ir por fin un día a misa y allí, a causa del calor y del momento tan intenso, sufría un desmayo, durante el cual presenciaba una alucinación en la que una muchacha rubia y hermosa llamada María Vockel se le aparecía, le hablaba del amor y le daba una dirección en Hamburgo. Una vez repuesto, regresaba a casa y le contaba todo a su padre, quien le instaba a comprobar si era cierto ayudándole a escribir una carta en alemán y enviarla a la dirección dada. Al cabo de unos meses recibía una respuesta donde una muchacha llamada María Vockel le relataba, en alemán, que ella también había sufrido el mismo día y a la misma hora una alucinación en misa y que había soñado con él. A partir de aquí comenzaban una relación epistolar intensa, al principio con ayuda de su padre, por el idioma, pero poco a poco, y gracias a que Esteban estudiaba y aprendía muy bien la lengua paterna, él solo para poder tener algo más de intimidad en la correspondencia. A lo largo del tiempo, se mandaban más de cien cartas en las que él se enamoraba de ella, crecía, le hablaba de todas sus inquietudes, del futuro… Llegaba a los 17, dejaba Obabakoak, se iba a la Universidad y comprobaba cómo, lentamente, María empezaba a cambiar el tono en sus respuestas, se retrasaba, se mostraba monosilábica, hasta que un día ella cortaba por carta y dejaba de escribirle. Él lo pasaba mal, pero rehacía su vida, acababa sus estudios de Geografía e historia, se casaba y continuaba su existencia. 30 años después, ya muerto su padre, Esteban Werfell iba a Hamburgo para ir a la dirección donde había enviado ese centenar de cartas. Al llamar y preguntar por María Vockel, un anciano sonreía y le daba una carta en la que su padre le pedía perdón por lo que había hecho y le explicaba cómo había aprovechado el incidente de su desmayo (el nombre y la dirección eran retazos de conversaciones realizadas con su padre de pequeño) para incitarle a aprender alemán, así como estimularle, a través de una muchacha inventada, a estudiar una carrera y no ser como los chicos rurales de Obabakoak, algo que, sin duda, había logrado. Un final sorprendente e inesperado para un texto donde la escritura y la verosimilitud lo eran todo.
Como pueden entender, en aquel momento me entraron ganas de crear una María Vockel para ella, porque sabía que el mundo, tal y como lo habíamos conocido, se acababa, pero no lo hice, ya que, aunque ignoraba que ella también caería en las redes de la inmediatez del móvil, creía –estaba convencido de ello– que en algún lugar de este océano desnaturalizado que han traído las nuevas tecnologías, siempre habría náufragos como ella a la espera de unas letras que nos recordasen el origen de todo.
Quizás ahora, desde la emoción primigenia de la tarjeta navideña enviada, aparezca de nuevo el deseo de escribir como antes, como siempre, o, ya, como nunca.
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