Mi buen amigo Manolo me cuenta este sueño. Acaba de morir y, desde otro plano de existencia indefinido, ve cómo un tren AVE llega a la estación de Atocha. Observa a los pasajeros que salen de las puertas y algo lo sorprende. Todos los rostros le son conocidos. De la parte delantera del tren, la de asientos preferentes, bajan amigos con lo que ha compartido buena parte de su vida. Sabe, por supuesto, sus nombres y los avatares de su existencia. Reconoce en ellos el calor reconfortante de la amistad. De otros vagones salen viajeros de rostros menos definidos, pero también sabe a quién pertenecen con mayor o menor certeza. Pronto se da cuenta de que conoce a todos los pasajeros: aquel compañero de la facultad con quien desayunaba los martes; el chaval del instituto con el que jugaba al futbolín; el tipo de los chistes con quien coincidió en la playa; el taxista que lo llevó tantas veces a su casa y que le regaló una calabaza gigante. Manolo los ve a todos desde su nuevo plano de realidad e intenta comprender qué ocurre, por qué están ahí, por qué comparten el mismo tren. Con la certeza irreductible de los sueños, un pensamiento, rápido y lúcido como el fogonazo del relámpago, aparece en su mente. Los viajeros del AVE son todas y cada una de las personas con quien se ha tomado al menos una caña en su vida. Sonríe.
Desde el Renacimiento, una de las aspiraciones del hombre es la inmortalidad, no la que vendrá con la muerte, si es que así, sino la pervivencia en la tierra gracias a la vida excepcional que uno ha llevado, a las hazañas que ha logrado o las obras que ha creado. Está bien. Pero se nos olvida que, en realidad, independientemente de la fama, todos dejamos algo de nosotros en quienes nos han conocido. Una parte de nuestra simpatía, de nuestro egoísmo, de nuestra generosidad, de nuestro inquebrantable yo se queda en los otros y forma parte de ellos. Conviene ser consciente de esto, aunque solo sea para evitar dejar en los demás piedras encadenadas a los tobillos.
Creo que al bueno de Manolo se le hizo un regalo con su sueño. De algún modo, pudo ver parte de su legado. Aún le quedan muchos años por aquí a este tipo que encarna la palabra afable, este adorable Sancho Panza que nunca ha regateado una sonrisa o una caña. Cuando muera, llorará mucha gente, pero, “pasada la nube de dolor”, serán muchos más los que sonreirán al pronunciar su nombre. Y ese será su legado. Y tendrá sentido. Y será hermoso.
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