En una de las manifestaciones del amor: el obsequio o regalo, ganamos de largo a la mujer. En el odio, maltrato, dicen que también. Y es que algo tendrán en común esos dos primos hermanos, odio y amor. Que le podemos en barbarie parece que no es discutible: por ahí navegan ríos de tinta con titulares a toda leche pregonando lo malvado que somos; pero ahora, en una esquinilla de agencia, en dimensiones de necrológica barata, se publica que el 85% de los regalos que se cruzan los amantes corren por cuenta de los varones; así pues parece ser que vencemos en todo.
“Que cuando el amor no es locura -escribía Calderón- nos es amor”, y loca tiene que estar la muchacha masculina cuando en aluvión incontenible arrasa los estantes de los grandes y pequeños comercios para demostrar con hechos, objetos en este caso, nuestra dependencia de la débil ciudadana que nos mima, cuida y acicala.
Un estudio de la Fundación Ciudadano, conglomerado integrado por todas las asociaciones de consumidores del arco de gastos “porquesí” y también porque puedo y no puedo, pero da lo mismo, ha sacado a la luz pública que los que se rascan concretamente el bolsillo en días señalados, como este de la Mujer, por ayer, son los futuros maltratadores pero en su primera fase, o sea, cuando andan a besitos y carantoñas con las chavalas que los calientan o con las señoras que calientan tanto besugo suelto.
No me fío mucho de la debilidad de determinado sexo, pues siempre, de acuerdo con la Fundación citada, lo que más regalan, dejando a un lado objetos de lencería, son monederos, billeteras, mecheros y pitilleras. Vil depósito para el avaro dinero y peor sarcófago para la nicotina y reposo perpetuo de tanto cretino enamorado.
Ellos nosotros, por la parte que me toca, enfilamos el pelotilleo hacia bombones, perfumes, más bombones y joyas, rutina quiero decir por lo último, ¡ah! y rosas, rojas por supuesto, que andan ya por el mismo precio que las rosas cigalas de la bahía, pero estas, las cigalas con mejor sabor y, si me apuran un poco, con un olor divino que perdura más allá del quinto lavatorio, a pesar de la odiosa servilletilla perfumada que colocan los finolis para que desaparezca.
Con lo barato y puro que es decir con sinceridad: “mujer, te quiero”, sin más algaradas de por medio.
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