Una vez más confieso que estoy desbordado. ¿Qué está pasando en España, en Barcelona y en el barrio del Raval donde tiene establecida su sede nacional la Unión Romaní? Ayer, sobre las dos y media de la tarde, salía yo de un pequeño restaurante donde por nueve euros te dan un menú casero de rechupete. Doblo la esquina para entrar en la calle San Vicenç y apenas hube avanzado unos diez metros oí una voz de tono agresivo que decía:
― ¡Cabrón, eres un viejo miserable y te voy a partir la cara!
Como es natural me paré en seco para verlo. Quien así gritaba era un joven de entre 20 y 25 años, desaliñado de aspecto, pero de complexión fuerte. Rápidamente giré la cabeza para localizar al viejo al que se dirigían los insultos y resulta que estaba a mi lado. Intentaba con una torpe maniobra abrir la puerta de la que supongo que era su casa. El hombre llevaba en una mano una bolsa de plástico transparente con algo de fruta y con la otra sostenía un grueso bastón con el que guardaba difícilmente el equilibrio. Tal vez tuviera unos 70 años. Más bien grueso, medio calvo y con aspecto de enfermo o desvalido. Lo cierto es que reaccionó con el mismo tono, aunque con menos fuerza en la voz, diciéndole al joven algo así como: “tu eres el culpable… hijo de puta”.
En ese momento la escena cambió por completo. Algo así como si unos negros nubarrones hubieran cubierto el cielo presagiando la tormenta que se avecinaba. El joven dio una carrera hasta el viejo y se plantó delante de él a un palmo de su cara. Lo que se dijeron es irreproducible y casi no viene a cuento. Lo cierto es que el joven subía el tono de sus amenazas mientras que el viejo se arrugaba.
En ese momento creí que debía intervenir. Miré a un lado y a otro de la calle San Vicenç y no vi a nadie cerca. Tan solo en la esquina más próxima, a unos 20 metros, un grupito de personas contemplaba la escena. Me acerqué a los que se insultaban y dirigiéndome al joven le dije con firmeza:
― ¡Ya está, hombre, déjalo! ¿No ves que es una persona mayor y que además está cojo? ¡Venga, muchacho, no hagas caso de lo que te haya dicho! ―me dirigió una mirada amenazadora, lo que hizo que me apartara prudentemente de ellos― y en ese momento se abrieron las puertas del infierno. El joven agresor empezó a darle puñetazos en pleno rostro al viejo indefenso hasta hacerlo sangrar.
La bolsa transparente de la fruta cayó al suelo mientras el viejo, apoyado en el quicio de la puerta, trataba de defenderse tapándose la cara con una mano. En la otra sostenía su grueso bastón.
― ¡Hombre, por Dios, déjalo, déjalo, no le pegues más!, le dije al joven.
En ese momento ambos perdieron el equilibrio y cayeron al suelo. Momento que aprovechó el joven agresor para quitarle el bastón y empezar a golpearle con toda su fuerza en la cabeza. La gente parada en la esquina contemplaba la escena, pero nadie se movía, lo que me movió a gritar desesperadamente: ― ¡Por favor, que alguien ayude, lo va a matar! ¡Para muchacho, para, que lo estás matando! ¡Para, para!
Fue inútil. El viejo empezó a sangrar por la cabeza, y yo seguí gritando como un loco pidiendo ayuda, hasta que una joven, de la misma edad del agresor, se desprendió del grupo de espectadores y empezó a tirar del joven para separarlo del viejo ya semiinconsciente.
La siguiente secuencia del incidente es casi indescriptible. El joven no quería soltar su presa a la que seguía golpeando al tiempo que intentaba zafarse de la joven que tiraba de él. Al final los tres terminaron en el suelo; el joven, el viejo y la muchacha, revueltos en una escena de violencia inaudita. Sabía que si yo intervenía para separarlos acabaría tirado en el suelo también y cuando me disponía a hacerlo, ¡gracias a Dios! apareció la policía. Alguien debió avisarles.
El joven agresor se incorporó y se fue por la calle colindante. Yo me fui tras él para que la policía lo identificara, pero no fue necesario. Alguien dijo al agente: “Ese es, ese es”. Y lo detuvieron. El viejo quedó solo, desasistido, desorientado. Le dije que no se moviera que avisaría a la policía para que determinara qué se debía hacer. Y así lo hice.
Tengo muchos años, pero nunca en mi vida había visto a nadie, personalmente, sangrar de esa manera. La cabeza del pobre hombre, golpeada con su propio bastón, era como un balón de futbol que hubiera caído dentro de un cubo de pintura roja.
Vivimos en un clima de violencia creciente Todas las televisiones nos muestran escenas de una brutalidad cuyo precedente en la historia de nuestro país todos sabemos cómo terminó. La furgoneta de la guardia urbana de Barcelona a la que un manifestante prendió fuego con un policía dentro, es inconcebible. Pero mucho más espeluznante es ver a los manifestantes tirando piedras a la puerta del vehículo para que el guardia municipal no pudiera escapar del coche en llamas.
Jalear la violencia es una expresión que estos días estamos oyendo casi constantemente en el Congreso de los Diputados y en los más diversos medios de comunicación. Unos jalean la violencia como un método para acabar con el orden constitucional y otros reclaman de las fuerzas del orden mayor contundencia para acabar con los desórdenes. Y esto, mal que nos pese, no es nuevo. Norbert Elias fue un sociólogo polaco que conoció ambas guerras mundiales y fue testigo de la desaparición de la República de Weimar. Sostiene que la república se fue al traste porque se desmembró debido a la quiebra del monopolio de violencia. Fue precisamente Max Weber el que preconizó que los Estados se caracterizan porque tienen el monopolio de la violencia física. Lo que significa que vivimos en una organización en la que los gobernantes tienen el control sobre un grupo detentador de la violencia organizada ―es decir, la policía―, cuya misión principal es precisamente evitar que esa violencia la ejerza el resto de la sociedad.
La Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos es una institución del máximo prestigio cuya Ley de creación fue firmada por el presidente Abraham Lincoln el 3 de marzo de 1863. Sus componentes han hecho público un informe titulado “El contagio de la violencia” que se propaga de persona a persona. Los científicos han logrado demostrar que existe una especie de "contagio social" de la violencia y las redes sociales tienen mucho que ver en esto.
Somos agresivos por naturaleza, nos hacemos violentos por cultura.
Así lo afirman la mayoría de los científicos. Todos los seres humanos tenemos un componente muy acentuado de agresividad que sale a flote cuando presentimos que nos acecha un momento de peligro. También la tienen los animales. Forma parte de nuestra naturaleza y como tal hemos de entenderla y administrarla. Por el contrario, la violencia es una configuración perversa de la agresividad. El profesor Fernández de la Cuesta afirma que “la violencia tiene un carácter intencional, es decir, utilizamos la agresividad para hacer daño a otra persona, y, en muchos casos, está planificada. Esto es lo que llamamos violencia, y es un elemento negativo. En el proceso de transformación de la agresividad a la violencia existen muchos factores, que tienen que ver con la familia, la escuela, el proceso de socialización, y también con el consumo de alcohol y drogas”.
La fuerza de la imagen y de las palabras Nadie discute que vivimos en un estado de violencia permanente y que cualquiera puede grabar con un móvil una pelea, un tiroteo o, incluso, una violación. Comparto la afirmación de quien dice que “sólo hace falta encender el televisor para ver que los valores se van perdiendo, al tiempo que la violencia va alcanzando límites cada vez más elevados”.
A lo mejor el comportamiento del joven que quería matar al viejo es el que pertenece a una persona vulnerable que manifiesta impulsos agresivos no controlados cuya respuesta violenta ha sido alimentada por los mensajes de unos políticos indeseables, animadores de la violencia contra el adversario.
La violencia deliberada, dijo Heráclito, el filósofo griego, debe ser más apagada que un fuego. Sin embargo, como le he oído decir a mi amigo Luis del Val, “Lo peor de un incendio, dicen los bomberos, lo peor es que comience.
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