Este pequeño se llama Manuel, tiene 4 años, es hijo de un rehalero onubense y según sabemos, porque nos los cuentan, acompaña a su papá a cazar desde que tenía dos. Otro dato que también conocemos es que desde los dos hasta los siete de edad se desarrolla el pensamiento egocéntrico donde el niño se cree que es el centro del mundo y todo su juicio trasciende desde esta perspectiva. ¿Qué tal entonces, hundiéndose todavía un poco más allá en la inmersión en el pozo de la perversión que es el medio natural del mundo cinegético, alimentar a ese niño en una etapa tan decisiva con un menú bien nutrido de violencia y muertos? Manuel debería entretenerse con juguetes y no hacerlo entre armas, debería aprender que las vidas se respetan y no que matar es algo divertido. En cambio su padre, que guarda escopetas y cuchillos de caza en la misma casa donde se cría Manuel y que le enseña a sonreír cuando acaba con vidas ajenas, publica orgulloso esta imagen en Club de Caza (sin pixelarla, que eso ha sido cosa mía). ¡Qué tristeza!
Espero que el padre de Manuel no tenga que llorar a su nieto nunca, ni a su nuera y a su hijo como hoy otro padre estará haciendo con ese cazador de El Molar que el martes pasado mató a su mujer, a su hija de diez años y se mató él, y que tal vez si le hubiesen instruido entre libros en las estanterías y no con cabezas de animales en las paredes, si hubiese aprendido a desmontar un Exín Castillos en vez de armas, si formase parte de su acervo educativo que toda vida debe ser respetada, hoy no serían cadáveres ellos tres, ni todos los seres inocentes a los que previamente mató con ese mismo rifle.
Nos echamos las manos a la cabeza por tragedias como la de El Molar mientras seguimos normalizando la educación pervertida de niños como el pequeño y pobre Manuel, sin entender que la no visibilidad de ciertas víctimas es producto de patrones culturales admitidos que acaban por devenir en delito, cuando ya deberían constituir mucho antes un motivo de alerta y poseer esa tipificación, porque la identificación y penalización de aquellos comportamientos ayer tal vez nos evitaría hoy estos muertos.
Una conducta agresiva no es espontanea, se construye, y lo más espantoso es que hasta que no alcanza formalmente la etiqueta de personalidad antisocial ya ha ido dejando un reguero de pistas sangrientas contra las que no sólo se sigue sin hacer nada, sino que encima reciben permisos y subvenciones de la Administración, sino que además las vienen considerando deporte, gestión y libertad, sino todavía que las llaman caza cuando su nombre debería ser crimen y servir de razón para revisar la capacidad de ejercer la patria potestad.
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