Nunca he coincidido con él, a pesar de tener algunos amigos y conocidos comunes. Sin embargo, confieso haberlo seguido de forma esporádica desde que, teniendo yo unos catorce años, lo viera en un famoso programa de televisión que presentaba el recordado José María Íñigo. Imagino que, como a muchos miles de telespectadores testigos de su debut, quedé impresionado por su presencia, que era una mezcla del ideal clásico de la belleza masculina encarnada en el efebo, con algo más; algo que emanaba de una personalidad en ciernes, sí, pero que ya contaba con todos los elementos de lo que llamamos “carisma”. Sus padres, Lucía Bosé y Luis Miguel Dominguín, asistían en el estudio al estreno de su hijo frente a las cámaras. Ella parecía arrobada, realmente entusiasmada por la actuación de su hijo. El torero, sin embargo, mostraba un semblante más serio, con un punto escéptico, quizá de cierto reproche… Pero podría tratarse tan sólo de una impresión mía; y tan lejana, que es como una voluta de humo, una reminiscencia…
El hecho de ser “hijo de famosos” es siempre un arma de doble filo; mas uno de ellos suele ser mucho más cortante que el otro y con frecuencia hiere, punza como la punta del huso que hizo caer a la princesa del cuento en un sueño de cien años. Y de ese sueño, convertido a veces en pesadilla, pocos despiertan. Hace falta tener mucho arrojo, mucha voluntad, personalidad, mucho carisma, para vencer al embrujo, convertido en maleficio, de “ser hijo de”.
Creo que Miguel Bosé, a lo largo de muchos años, ha demostrado ser uno de los pocos que han conseguido superar ese influjo, formando una personalidad propia a través de su arte; ahuyentado las sombras de éxitos ajenos, aunque en ese largo y penoso camino aparecieran otras, las propias, que han turbado su personalidad hipersensible, frágil y única.
Hace pocos días una cadena de televisión emitió la primera parte de una larga entrevista con el cantante. Picado por la curiosidad que siempre me ha producido la persona antes que el personaje, me senté frente a la pantalla con el deseo de aprehender sus palabras, de captar lo que deseaba expresar con ellas: sus ideas. Y comprobé que no sólo fluían con admirable soltura, sino que la figura algo ególatra del entrevistador quedaba empequeñecida (es decir, restituida al lugar que en buena ley le correspondía) ante la “avalancha Bosé”. El oportunismo de Évole, expresado en unas preguntas que lo acercaban a Sálvame, aparecía como un tazón rajado y desportillado por el que se escapaba la escasa sustancia. El cantante no se doblegó a comentar sus miserias; por el contrario habló a tumba abierta de sus sentimientos heridos, de la relación con sus padres, del amor a sus hijos, de su afasia, de su sangre torera, de su caída en las drogas durante más de veinte años… Y de su redención.
En algunos momentos me recordó a Lepoldo María Panero, el “poeta maldito”, en aquellos instantes de locura lúcida que te dejaban boquiabierto y con un montón de dudas existenciales. He escrito “redención”. Sé que es un término cada vez más difícil de entender, sobre todo en un mundo que relativiza la nobleza espiritual. Pero yo capté redención donde muchos captaron otras cosas; entre ellas, claudicación. No, no la hay. Hay rebeldía (de la buena) a raudales. Y la redención –total o condicionada al avance de cronos- no es otro que el estado de gracia que logró Fausto por el amor de Margarita. En el caso de Bosé creo que es por el amor de los suyos, especialmente el de su madre, y por un innegable amor a la vida.
Llegados a este punto, queda la segunda parte; pero no se me asusten. Me refiero,claro, a la entrevista.
Évole nos lanzó el cebo (la lombriz del morbo) justo antes de concluir la primera:
¿Por qué niega, Bosé, la pandemia?
¿La niega realmente?
No lo sé. Como dije nunca he hablado con él y habré de esperar al domingo próximo.
Durante los días que siguieron a la primera entrega, ha habido una auténtica lapidaciónde su persona. En España apenas hemos cambiado y existe poco respeto por las opiniones que nos contrarían. El insulto “en redes” o a cargo de esos tertulianos televisivos sabelotodo, es moneda común. Y la pandemia sólo ha contribuido a exacerbar nuestra intolerancia innata.
Quienes desde el principio expresamos nuestra sospecha de que tras la debacle provocada por el virus podría haber algo más (algunos lo llamaron “plandemia”) fuimos motejados de “terraplanistas”, “negacionistas”; cuando no, simplemente, de débiles mentales. Pues bien, he aquí un ejemplo de la Doxa frente a la Episteme (opinión frente a conocimiento) de algo que acaso sólo unos pocos saben. Y no creo que Miguel Bosé lo sepa, pero sí es seguro que lo intuye.
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