La presente podría ser el inicio de una reflexión sobre los cambios políticos que se están sucediendo. No obstante, la prontitud de los hechos muchas veces lleva a opinar con la fugacidad que caracteriza a los periodistas. En cambio y ante el presente fin el curso, es oportuno reflexionar sobre la obsesión de “calidad” en la docencia y la investigación que se está insertando recientemente en España. Desde el Gobierno de Rajoy, se han recortado ayudas a la investigación, se han reducido recursos a las universidades y se han aumentado las exigencias al personal investigador, inclusive el personal en formación.
La universidad y las universidades españolas, entre ellas las más antiguas especialmente, están repletas de senectudes con escasos méritos y poco preocupados por la enseñanza. De hecho, muchos estudiantes saben el nombre de catedráticos que llevan sin actualizar sus apuntes más de una década. Esto permite que los apuntes que el arribafirmante usase en sus estudios de Periodismo allá por 2003 y 2004 sean válidos aún a fechas de hoy para aprobar las asignaturas. En concreto, me refiero al caso de algunos catedráticos y profesores titulares que nada más acabar la tesis y en menos de una década se hicieron con dicha plaza, pasando a ser funcionarios. Por lo que, con menos de cuarenta años ya estaba solucionado y su preocupación presente pasa más por la influencia o la política académica que por la calidad de sus producciones científicas y sus clases.
Por otro lado, la nueva generación de investigadores y docentes desde su etapa predoctoral y anterior incluso al doctorado se les exige “calidad”: artículos de impacto, congresos internacionales, renombre internacional, pertenencia a comités internacionales, etc. Una calidad que no se exigió ni en su vejez ni en su juventud a los despreocupados de los que hemos hablado anteriormente. Y es que ciertamente, para que un joven académico que aún no roza la treintena es difícil reunir esos méritos, que en la mayoría de las ocasiones requieren de una dosis combinada de influencia, poder y recursos económicos. Algo que queda fuera del alcance de una persona que aún no se ha matriculado ni siquiera en el curso de doctorado.
A ello, hay que añadir que han aumentado otras exigencias como el tiempo de finalización del doctorado, reduciendo el tiempo de reflexión a veces necesario. El sistema de carrera académica español, con una oscura similitud con el italiano, espera que después de décadas de ineficacia, la nueva hornada acometa con los cambios que sus mayores no realizaron. Y es que, lo más irónico del asunto es que entre los comités científicos que evalúan dicha “calidad” se encuentran algunas de estas senectudes despreocupadas. Afortunadamente, una de las pocas luces que brilla en este túnel del cambio es la presencia de honrados catedráticos y profesores titulares que sí están realmente comprometidos con su trabajo.
Sin embargo, una cuestión fundamental sería redefinir el concepto de “calidad” y las necesidades económicas y técnicas que requiere realmente esa meta, porque si la calidad no se paga se pierde, como está sucediendo con muchos investigadores que abandonan el país para encontrar destinos mejores. Por ejemplo, el reciente caso de una doctoranda de la Universidad de Jaén, Leticia Díaz, que ha trabajado sobre los genes que influyen en el autismo sin asignación presupuestaria durante un año y debido a los recortes económicos en su proyecto. Finalmente, la Universidad de Harvard ha decidido contratarla durante varios años. Mientras tanto, Wert o Rajoy o el espíritu de Aznar aspiran a que la calidad sea una meta imposible en España, pero posible para los investigadores españoles en el extranjero.
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