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Suicidio asistido

La muerte se presenta como una elección del paciente que, informado sobre su estado patológico irreversible, prefiere acelerar un fin que no se puede evitar
Javier Úbeda
martes, 20 de noviembre de 2007, 04:11 h (CET)
El concepto de suicidio asistido se sitúa a medio camino entre el suicidio y la eutanasia voluntaria, que presuponen la clara voluntad de morir por parte del sujeto.

El suicidio asistido tiene en común con el suicidio normal la circunstancia de que es el propio sujeto el que pone fin a la propia vida, mientras que con la eutanasia voluntaria comparte el hecho de que la muerte ocurre en el contexto de una enfermedad penosa e incurable (o en condiciones que se consideran parecidas, como la ancianidad) y con la intervención de un médico.

El suicidio asistido se caracteriza por los siguientes rasgos concretos: a) la muerte se presenta como una elección del paciente que, informado sobre su estado patológico irreversible, prefiere no solamente renunciar a terapias inútiles, sino además acelerar un fin que, por otro lado, no se puede evitar; b) el papel del médico tendría que limitarse a proporcionar tanto el medio para matarse (con las oportunas instrucciones) como la asistencia para que la muerte ocurra de manera cierta y sin dolor; c) el motivo que convertiría en legítima y obligada la intervención del médico no sería ya un sentimiento evanescente, como la piedad, sino el deber riguroso de respetar la voluntad y autonomía del paciente.


Para la sensibilidad moderna, el suicidio asistido ofrece una triple ventaja sobre la eutanasia tradicional, es decir: a) la acción letal aparece como una elección libre del paciente; b) la presencia del médico proporciona las adecuadas garantías de una asistencia profesional; pero c) sobre todo, poner fin a la vida se traslada a un plano éticamente menos comprometedor, parecido al de la renuncia a los tratamientos inútiles.

El punto que, de todas maneras, sigue sin resolverse es la cuestión del enfermo incompetente, que no está en situación de expresar su voluntad y, menos todavía, de matarse. Hoy ni siquiera se toma en consideración un procedimiento de eutanasia que dejara aparte a estas personas. Para los partidarios de la eutanasia, la mejor solución para superar este obstáculo está en la difusión del living will o testamento vital, un documento mediante el que cada persona debe indicar expresamente cómo quiere ser tratado en el caso de encontrarse en una situación crítica o terminal.

El concepto de suicidio asistido deja muchos interrogantes abiertos. No es creíble que, como en el caso del aborto, una eventual legislación pueda servir solamente a quienes libremente quieran hacer uso de la misma. Cualquier ciudadano correría el riesgo de “ser suicidado”. ¿Cómo y quién puede distinguir entre una auténtica voluntad de muerte y la depresión, el desconsuelo, el desaliento, etc.? ¿Cómo y quién está en situación de verificar la voluntad real del enfermo incompetente? ¿Cómo impedir que no se convierta en el subterfugio de una engañosa eutanasia involuntaria dirigida a eliminar a los disminuidos?

¿Qué actitud debe adoptar el médico cuando el paciente no puede ingerir la sustancia letal o la acción resulta parcialmente ineficaz? Y también, si la eutanasia se convirtiera en una alternativa “terapéutica” para el enfermo terminal, ¿por qué razón un médico no debería considerarse autorizado a llevarla a cabo en casos extremos incluso prescindiendo de la voluntad del paciente?

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