En las últimas elecciones municipales y autonómicas los españoles han querido dar un escarmiento al bipartidismo, no por el sistema en sí mismo, sino porque los dos partidos que lo hacían posible han protagonizado un grado de corrupción tal, que la atmósfera se había hecho irrespirable. Por ello el electorado permitió la entrada a otras formaciones políticas con la esperanza de que estas, con sus promesas de transparencia y regeneración, abriesen puertas y ventanas, aireasen las habitaciones e hiciesen más respirable la atmósfera del edificio del Estado.
A la vista de lo que estamos viendo, hay base más que razonable para albergar serias dudas de que sea este el resultado final, o que pasado un tiempo, a la postre, lo que ocurra es que se haya ampliado el número de los que entre sí, se reparten la tarta del poder y todo aquello a lo que el poder puede dar ocasión.
Y algún indicio hay de que tan poco deseable resultado, sea el que así se produjese.
Sí, porque fíjense ustedes que han pasado ya más de dos semanas desde que los españolitos depositamos nuestras papeletas en las urnas y lo único que vemos es que cada día estamos más ausentes y más perplejos al ver a los partidos contendientes encerrados en el intrincado laberinto de unas negociaciones, en las que al margen de los verdaderos intereses de los ciudadanos, nadie parece capaz de poner orden en el guirigay levantisco protagonizado especialmente por los partidos emergentes, que dicho sea de paso, en términos generales, son los que menos respaldo popular han obtenido. Son los perdedores de los perdedores que están comenzando a mostrar el verdadero objetivo de su presencia en el guiñol del viejo drama político español.
No es justo, ni responde a la voluntad popular, que un partido que ha obtenido únicamente dos, tres o cuatro concejales o escaños, imponga su voluntad muy por encima de lo que realmente representa. Pero sin sus votos, el partido que ha obtenido el mayor respaldo público no puede gobernar y aprovechando esta debilidad, igual que los animales que han olido el miedo en su presa, los cabecillas que se creen líderes de los grupos políticos debutantes, en vez de participar en la escena pública con el ánimo —tal y como prometieron— de hacer de España un país gobernable y transparente, vemos como admiten apuestas como trileros a los que solo les mueve la ambición; como chisgarabís ignorantes que esgrimen con soberbio gesto el supervalorado poder de un escaño; como arribistas de manual que han aprovechado el caldo putrefacto de la corrupción para hacerse un hueco en el escenario político prometiendo aquello que saben que nunca habrán de cumplir porque no tienen ni capacidad, ni competencias para ello.
Ya en estos días de intercambio de cromos podemos apreciar que no son precisamente los problemas de los españoles los que realmente les preocupan, sino su medro político personal que intentan lograr con cartas de ventaja y verborrea de mercachifles en ese rastro de la maltrecha escena política española, en el que cada cual es todo lo honrado que cada uno quiera creer: se intercambian programas, se recompone el mensaje, se cambian las caras y al final no se sabe quien compra a quien, y si quiere poder, se obtiene también, unos ceden primero y otros después. Incluso al que quiere ser cabecilla, le dejan vencer, y si en el toma y daca regatea, le siguen también. Cada uno, delante de su electorado salva su estampa, pero al final, si se puede, le engañan también.
Parece que nos hubiésemos trasladado al Siglo de Oro y estuviésemos contemplando al Lazarillo de Tormes no protestar al ver que el ciego se comía las uvas de dos en dos, porque él se las estaba comiendo de tres en tres.
Estos son los que pretenden imponer su ley, algunos con la soberbia de pretender imponer o quitar nombres de las listas de los partidos con quien dicen querer pactar o imponerles éticas políticas de las cuales sus propias formaciones carecen, eso sí, presentándose con risibles pretensiones de futuros estadistas.
Desgraciadamente, vivimos una situación esperpéntica que no se da en ninguno de los países avanzados de Europa, por la enfermiza obsesión del PSOE de expulsar de la escena política española al centro derecha, con tal de obtener el poder, de cualquier forma y a cualquier precio, hasta el extremo de caer en la contradicción de que el ex presidente del Gobierno socialista Felipe González está en Venezuela para defender a la oposición de aquel país frente a los abusos del opresivo régimen bolivariano, mientras que el Secretario General de su propio partido pacta en España con los cachorros del régimen chavista.
Y a todo esto, en este enmierdado zoco de personales y partidistas intereses ¿Dónde quedan los intereses de los españoles?
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