A los niños andaluces de mi generación nos criaron con a base de pan con aceite. Aquellos tiernos infantes de la posguerra nos conformábamos con poco. Nuestras madres nos alimentaban con un poco de leche, extraída directamente de las vacas o de las cabras, transportada en un recipiente de aluminio y sometida a un doble hervido por temor a las infecciones. Nada de cereales ni cacaos. Un tazón grande de leche “migao” y un canto de pan con aceite.
Llegada la adolescencia descubrimos la mantequilla “Flandes” (margarina), la manteca “colorá”, el chocolate que no sabía a tierra, la leche en polvo y el queso amarillo de los americanos que nos daban en el colegio. Después de la mili accedimos al yogur y otras zarandajas.
Los nutricionistas se han ocupado de amargarnos la vida con el exceso de peso y la analítica a la búsqueda de algo que nos sobra o que nos falta. Unos días dicen que el pescado es bueno y la carne mala… o viceversa. Otros nos piden que nos convirtamos primero en vegetarianos, después en homo-lacto vegetarianos, más tarde en veganos y, finalmente en caninas ambulantes. Perjudicial.
Se ha inventado el desayuno continental. Eso que ponen en los hoteles, que consiste en ponerse “púo” como si no hubiera un mañana. A veces consta de tres platos y postre. Huevos, embutidos, dulces y frutas, café, zumos, tostadas, panecillos con mantequilla y bicarbonato. Como si se asistiera a un banquete. Perjudicial.
Los modernos nos han acostumbrado a la comida basura (hamburguesas, perritos, pizzas industriales, gofres, palmeras gigantes, pastelillos rellenos, poloflaps, helados de supermercado, etc.). Una manera como otra de someternos a las influencias de aquellos que odian la cocina y hacen el agosto vendiendo fritangas. Perjudicial.
Entre tantas recomendaciones emitidas por “expertos” destacan las de los políticos y los grandes productores. No dudan en quemar cosechas completas de café o de plátanos a fin de mantener los precios o de indicarnos que nos cargamos el planeta cada vez que nos comemos un filete. Perjudicial.
A este paso, para evitar la “violación” de las gallinas, el tormento en el sacrificio de los cerdos, la cruel muerte de los peces al ser pescados, los gritos lastimeros de las mieses al ser segadas y la puesta de pañales a los vacunos para evitar gases, vamos a terminar como empezamos. Comiéndonos los unos a los otros. Perjudicial.
Personalmente he vuelto a mis raíces. Pan con aceite y leche “sopá”. Mi buena noticia de hoy se basa en que el Señor Ministro de Consumo aun no se ha enterado. Cuando lo sepa y “nos recomiende no tomarlos” por atentar contra el universo, recurriré al viejo sistema del estraperlo. O me compraré una cabra.
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