El imperio más poderoso del mundo a principios del siglo XVI, el otomano, soñaba en su momento glorioso reeditar el imperio de Justiniano, adueñándose de Roma para alcanzar el Atlántico y apoderarse del Magreb. Una idea que, oído al pasar, aun no olvidan antiguas dependencias turcas.
Con ese plan, Selim I conquistó Siria y Egipto, y luego su hijo Solimán el Magnífico se apoderó de Libia, Túnez y Argelia. Cuando el plan estaba a la vuelta de la esquina, el sultanato saadita de Marruecos opuso resistencia militar y frustró los planes.
De alcanzar el Atlántico, el imperio turco hubiera disputado la conquista de América a portugueses, españoles y demás potencias europeas. El imperio español donde no había puesta de sol decidió lanzarse a conquistar el Nuevo Mundo, según cierta historiografía inglesa, solo porque le pareció más sencillo subyugar a pueblos originarios de las recién conocidas tierras que vencer a los pueblos magrebíes.
En aquel tiempo Felipe II de España e Isabel I de Inglaterra guardaban un debido respeto a los habitantes de la costa mediterránea de África, actitud que no fue imitada por Don Sebastián de Portugal, que perdió además de la corona la propia vida en la famosa batalla de los tres reyes, en 1578.
Perderles respeto a los pueblos del Magreb tuvo un alto coste para España unos siglos después. La historiografía española casi en forma unánime, considera que el mayor desastre de su historia militar no fue infligido por Estados Unidos, a quien enfrentaron en la guerra 1898, sino el sufrido por estas fechas hace un siglo, en territorio de Marruecos.
Los vencedores de 1921 ya no formaban parte del imperio jerifiano que derrotó al otomano, sino que habían devenido en un puñado de campesinos rifeños que supieron demostrar que las guerras las ganan los hombres y no las armas.
Su líder no era un radical que odiaba a España, sino un hombre que la había amado: Abdelkrim. La inteligencia militar española, desconcertada, lo describe en un informe como un hombre cuya relación con los europeos había pasado del amor al odio sin motivo aparente.
Potencias europeas de Madrid a Moscú, e incluso Estados Unidos, habían avalado en 1912 el inicuo contubernio que dejó en manos francesas el Marruecos útil, y cargó sobre las espaldas españolas una fracción del desierto que solo traería problemas. Un consorcio multinacional de 13 potencias extranjeras a la región se distribuyó el lucrativo control de la estratégica ciudad de Tánger.
Dibujar fronteras en el mapa, es un procedimiento cuyas consecuencias se conocen tanto en Latinoamérica como en Medio Oriente. Lo hicieron los vencedores de la Primera Guerra Mundial con las provincias otomanas, los dueños del petróleo y Señores de la Guerra, luego de matanzas absurdas como las que enfrentaron a Bolivia y Paraguay, y lo hizo De Gaulle creando límites antinaturales en el norte de África.
Lo peor de las guerras no es que solo los muertos vean su final, sino que a veces el odio al inventado enemigo subsiste por generaciones, solo para encubrir las propias culpas. El rencor sobrevuela la memoria y conspira contra las verdades, recluyéndolas en una penumbra creada a veces por los mismos responsables de un enfrentamiento armado. Esa omisión selectiva llena de memoria es la mejor prueba que no existe el olvido.
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