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Derecho a no sufrir

¿Para cuándo un comité de ética asistencial?
Francisco J. Caparrós
martes, 13 de octubre de 2015, 06:09 h (CET)
Pese a su enfermedad, un extraño mal degenerativo e incurable, Andrea Lago estuvo luchando durante años con dignidad y tesón por su vida, hasta que las fuerzas le abandonaron. Todo un ejemplo de nobleza y valor que se merecía un final lo más digno posible en su caso. De ahí que no me explique a qué ha venido tanto revuelo por una solicitud que tan sólo buscaba lograr el fin del sufrimiento de una criatura que no le había hecho daño intencionadamente a nadie. De hecho, yo sería el primero en reprochárselo a sus padres si la solución final estuviese dirigida a terminar sólo con su normal y propio padecimiento, pero las informaciones que nos han llegado puntualmente estos días pasados atestiguan que eso no era así, que la vida de la niña ya no era vida y que lo más humano en este caso era desconectarla de la máquina que la mantenía artificialmente con vida.

Los que se negaron a ello por sistema no les importaba demasiado la situación de la pequeña, pues al parecer todo indica que sólo se rigen por cuestiones pseudomorales de cariz autónomo. Olvidan que el código deontológico, al que suelen aferrarse como a un clavo ardiendo quienes no encuentran otros argumentos de peso a su inmovilismo, tiene más de dos mil años y que, demasiado a menudo, confunde a quien lo aplica al pie de la letra y sin excepción contra aquel al cual en un principio se pretendía aliviar en la enfermedad.

Aunque sorprende en hombres y mujeres de ciencia, el mayor hándicap con el que los papás de Andrea se tuvieron que enfrentar fue toparse de bruces con un equipo de galenos embrutecido por sus vastos conocimientos médicos que no fueron capaces de calibrar, ni en los momentos más críticos del estado de salud de la chiquilla, el verdadero alcance de la idoneidad de su intervención.

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Ana trabajaba en una gran empresa desde hacía cinco años. Su carrera era prometedora, y su esfuerzo había sido reconocido con varias promociones. Pero todo cambió cuando llegó un nuevo jefe de departamento. Lo que comenzó como comentarios aparentemente inofensivos sobre su forma de vestir, pronto se convirtió en insinuaciones incómodas, invitaciones insistentes y, finalmente, amenazas veladas cuando Ana rechazó sus avances.

En el argot madrileño hay una palabra para designar a aquellos que hacen el “primo”, y el “panoli”; pues bien, no quisiera que por un exceso de caballerosidad, de fairplay o de condescendencia con el adversario político, el PP de Núñez Feijóo deje contar las atrocidades que comete el Gobierno de Pedro Sánchez. Vox tiene claro que va a contar y a denunciar cada barbaridad, cada atrocidad, cada charlotada de Sánchez.

La mezquindad y la mediocridad no son simples defectos morales individuales, sino que son fuerzas corrosivas que pueden fragmentar severamente el tejido social, minar el potencial colectivo y fomentar la alienación de las personas. Estas actitudes, al arraigarse en las relaciones humanas, bloquean todo tipo de cooperación puesto que desconfían del mérito de quienes puedan llegar a tener algún talento real que no sea chupar medias.

 
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