En la esencia de las bibliotecas familiares va implícito el sentimiento de progreso de nuestro hogar.
Transcurría la primera mitad de la década de los años setenta del siglo pasado en un hogar humilde de la colonia Venustiano Carranza en Tehuacán, Puebla, México. Casi no llegaban a la ciudad los periódicos nacionales ni estatales. En el medio semiurbano –como era aquel en el que viví–, reinaban algunas publicaciones muy básicas y artesanales que se distribuían en un coche con altavoz, cuya principal oferta eran las noticias de la nota roja acontecidas en las colonias circunvecinas.
Eran los primeros años en los cuales las portadas de los libros de texto gratuito, con la Madre Patria como figura principal, habían cedido su lugar a diseños que tenían por intención captar el interés infantil. En medio de ese entorno, en el hogar que me vio nacer, se conformó una microbiblioteca familiar a iniciativa de mi madre.
Un día, Natividad Rojas, mi madre, una mujer con casi nulos estudios escolares, fijó una gran tabla sujeta con alambres y clavos en una de las paredes de concreto y techo de lámina, para iniciar ahí el acopio de libros que servirían de base para nuestro estudio. La iniciativa iba acompañada por un profundo amor, respeto y cariño hacia los libros de texto gratuito.
La tabla se volvió insuficiente con el paso del tiempo. Fue así como apareció el primer librero en la familia. Luego un segundo, un tercero, hasta que cada miembro de la familia tuvo su propio librero haciendo las veces de microbiblioteca.
Un proceso muy similar se vivió en muchos hogares de México y al menos de Latinoamérica.
Hay características comunes en las experiencias similares que he escuchado de otras personas: fueron mayoritariamente una iniciativa de las mamás, los libros de texto escolares fueron las piedras de cimentación y se convirtieron en un punto de confluencia de los integrantes de la familia.
Las microbibliotecas fueron y son una parte del corazón de las familias. En torno a las microbibliotecas familiares muchos aprendimos a leer, decidimos, sin darnos cuenta, nuestro futuro al clarificar nuestra vocación y, convivimos con nuestros seres queridos que ya se fueron.
Si bien se dice que la educación de las personas empieza en el hogar, habría que puntualizar que dentro de ese núcleo las microbibliotecas se constituyeron en una especie de puente entre la educación formal y la informal.
Por ejemplo, debido a la influencia del gesto emprendedor bibliotecario de nuestras madres, se tomaron otras decisiones como complementar la formación de los mayores a través del Instituto Nacional de Educación para los Adultos (INEA) –en el caso de México–, o a apostarle a la escolarización como ruta para tener mejores condiciones de vida.
Desde esta óptica, las microbibliotecas fueron y son semilla que materializan los anhelos y esperanza de progreso familiar.
Estoy consciente que, actualmente, la tecnología ha desplazado al concepto que teníamos de biblioteca, pero también lo estoy de la importancia de gestar al seno de los hogares núcleos como aquellos que tuvieron por pilares los libros de texto escolar.
Es a ese valor que le han confiado iniciativas que pretenden la conformación de microbibliotecas familiares, como fue el caso del Programa Maletín Literario, en Chile, por el cual se entregó un set con “9 y 10 libros, a las familias más vulnerables del país, 133 mil para el año 2008 y 267mil para el año 2009”(Servicio Nacional del Patrimonio Cultural. Chile. 2008); o el programa WarmWelcometothe Library(2017)en Chicago, Estados Unidos, o tantos otros que han sido emprendidos con esa naturaleza alrededor del mundo.
Nuestras madres no tenían conocimientos formales de pedagogía, de gestión del saber colectivo, ni de participación social, pero sí eran educadoras permanentes natas y, sobre todo, sabían muy bien cómo se educa desde el corazón a seres que son mucho más que mente.
No me queda la menor duda, las microbibliotecas familiares son decisivas en la formación de todos. Tenemos que hacer esto visible. Vale la pena darse cuenta. Vale la pena intentarlo.
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