El pasado viernes 11 tuvo lugar en el castizo y mestizo barrio de Lavapiés, en el restaurante-librería “El dinosaurio todavía estaba allí”, la presentación del poemario “Alter Ego” (Vencejo Ediciones, 2022), del multigenérico escritor David Llorente Oller, un libro que desahoga mediante rudimentos de delicia poética el sufrimiento consustancial a la depresión.
A través de una escritura lírica que raya a gran altura, Llorente decidió incursionar en el orbe de la poesía en pos de lograr expresar lo inexpresable. Algo parecido a lo que le ocurriera a San Juan de la Cruz: que halló en la lírica una fórmula fastuosa y socorrida para desahogar, en su caso, el mucho gozo al que accedía en sus trances con el objeto de dejarlo, de algún modo, plasmado negro sobre blanco (luego, en una segunda instancia, trataría de divulgar tamaña inefabilidad mediante glosas a lo divino).
No es el caso de David Llorente, este último ha operado mediante un “sanjuanismo” inverso, dado que lo que ha querido elucidar ha sido una muy otra trascendencia, la que principió a molturarlo de un tiempo a esta parte: la depresión. No es, por tanto, un libro que parta de gozo ninguno, sino de una sensación tan lóbrega como misteriosa. En cualquier caso, Llorente ha hecho arte literario de/con tan doloroso trance, no en vano la poesía es el cauce del sentimiento y la emoción. Ya diría Cioran que determinados estados del alma predisponen a ella.
La editora del volumen, Albahaca Martín, comenzó la presentación señalando que “la depresión no se puede quedar en un cajón”, y al decir esto enaltecía tanto el valor como el talento con que su autor había obrado tan lírica catarsis, en lo que sería un debut-despedida, ya que Llorente dice no tener más intención de volver a escribir poemas. Albahaca Martín apuntó que cuando leyó por primera vez el libro este la conmovió sobremanera, pues al incursionar en el mismo no leía a un poeta, sino, asimismo, a un amigo que estaba sufriendo.
El partenaire del autor en la presentación, el también escritor José Aurelio Martín, igualmente impresionado por el bien articulado despliegue de emociones contenido en el libro, preguntó a David Llorente, entre otras cosas, que para qué y para quién había escrito el volumen, a lo que su interlocutor respondió que aquel era un tema que le venía afectando hacía muchos años el cual no había conseguido abordar desde los otros géneros en que se venía desempeñando, logrando, en cambio, desde la poesía llegar a ciertos rincones hasta entonces ignotos y reacios a su propósito.
Para Llorente fue un aprendizaje llegar a reconocer su patología. Fue entendiéndolo todo paulatinamente. Contaba cómo la depresión lo hacía tomar distancia de todo e iba empapando zonas de su ser hasta el punto de hacerle perder referencialidad. Tales evidencias las plasma en sus poemas a través de recursos tipográficos como la ruptura de la sintaxis (expresión de la interior rotura del poeta). Y trata de reflejar cómo la depresión acaba por otorgar a quien la padece una nueva identidad hasta el punto de llegar este a echarla de menos en momentos de restablecimiento por haber asumido que él era quien luchaba contra aquello sintiendo el vacío del que ha librado una cruenta batalla saliendo momentáneamente victorioso.
También hay en el libro (hacia el final) un apartado alegórico-sentencioso en el que mediante una serie de micropoemas Llorente nos hace ver cómo la depresión cambia el enfoque de los significados del perceptor en una suerte de torsión aprehensiva. Veamos un par de ejemplos: “Vacío/ Fuga súbita de aire o hueco exacto/ para el correcto acoplamiento de la pena” (p. 66); “Xilófago / Movimiento con que las ideas / esquían por mis páginas en blanco” (p. 67).
Por lo demás, el libro no se divide en capítulos, sino en depresiones (nueve en total) y estos contienen, fundamentalmente, poemas prosificados o pequeños poemas en prosa henchidos de tan conmovedoras como audaces imágenes. Dejamos aquí un pasaje de uno de ellos:
“La depresión me llevó de la mano"
[…] la calle estaba del revés y yo me movía entre edificios que se inclinaban y autobuses que arrastraban su techo contra el asfalto,
pisando las luces de las osas mayores y de las osas menores y lentamente perseguido (la percepción es un acordeón) por mí mismo repetido mil veces
y me senté en un banco de madera y mi mano sacó del bolsillo un sobre marrón (me lo vendieron [el aire sabía a moho y a lo que arrojan los borrachos] en los pilares de un puente) con veinte pastillas que volqué en mi garganta
y la depresión se sentó a mi lado y (mientras yo [dulce o angustiosamente] perdía la conciencia) sacó una madeja de lana y bordó mi nombre en un sudario
y cuando desperté (los autobuses ya no arrastraban el techo) vi que la madrugada había avanzado
[…]” (p. 34).
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