Desde la llegada al consistorio madrileño del grupo comandado por la alcaldesa Manuela Carmena, se ha iniciado una tenaz cruzada contra los conductores de la capital. Primero se decretó el corte de la circulación los domingos por la mañana del eje Cibeles-Atocha, amén de otras vías secundarias, y el siguiente paso va a ser restringir el tránsito de vehículos particulares por la almendra central matritense. Los barrios de La Latina, Chueca y Malasaña son las presas escogidas.
¿Qué dicen pretender los regidores con estas medidas? Desde el consistorio, se alude insistentemente a la necesidad de “humanizar” la ciudad, y limpiarla de los perversos agentes que emponzoñan la urbe: humo, ruido, luminiscencia… Manifiestan que es necesario “desarrollar una estrategia común al bienestar de los ciudadanos”. En definitiva, los conductores de vehículos ocuparían el estrato más bajo, en una auténtica jerarquización de la sociedad, al más puro estilo darwinista, en el que el peatón ocuparía el puesto de privilegio. Entre medias, toda una amplia gama de actores como ciclistas, conductores de servicios públicos etc.
Quiera Dios, que no echen un vistazo a los manuales de Historia y contemplen lo que acontecía en la Roma Antigua. Aunque el tráfico nos parezca una “plaga” contemporánea, en aquella época era también un quebradero de cabeza para los magistrados romanos, muy preocupados por el ininterrumpido y caótico desfile de carros y otros vehículos en la ciudad.
¿Qué medidas se llegaron a impulsar en época cesariana? Se prohibió taxativamente la circulación rodada en la Ciudad Eterna, entre la salida del sol y dos horas antes de su puesta, con la única excepción de los servicios públicos ¿Cuál fue el resultado de esta disposición? La creación de una sufrida “hora punta”, que aproximadamente abarcaba entre las cuatro y las seis de la tarde. Además, trasladaba el grueso de la contaminación acústica a la noche. De este modo, gracias a la intervención de los poderes públicos, se cerraba el círculo: los ciudadanos romanos padecían o bien el alboroto nocturno de los carros, o bien los estruendos diurnos derivados de la actividad en talleres, termas, obras o mercados. Con razón, Horacio se quejaba amargamente “del humo y del ruido de Roma” y Juvenal clamaba… “¿En qué apartamento alquilado se puede conciliar el sueño? En Roma dormir cuesta un ojo de la cara… En Roma muchos enfermos mueren de insomnio”.
Sumemos a estos elementos la atmósfera irrespirable que envolvía permanente la urbe, provocada por la inmensa emanación de humo procedente de talleres, termas, braseros de carbón, antorchas, lámparas de aceite y el sinfín de inmuebles que con frecuencia se incendiaban, o el espinoso asunto de la basura y los residuos, que se acumulaban por la inacción municipal en las calles de la ciudad del Tíber, y exclamaríamos… ¿Estamos ante un ejemplo más del “eterno retorno” que ya formulara Hesíodo?... Desde luego, algún consejo “ecológico” del insigne poeta griego podría estar vigente en la actualidad, como el de “no orinar en algunos lugares inadecuados… para no contaminar fuentes ni ríos”.
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