A cuenta de la visita del Emérito Campechano para regatear un par de días con sus amigachos, se me ocurre escribir unas letras sobre la eterna discusión de si República o Monarquía.
Curiosamente, poco o nada tiene que ver dicha porfía con lo que sucede en España en cuanto al tema que nos ocupa, pues no tratan aquí los unos y sus contrarios de la fórmula política como tal, sino que los unos [medio] eligen Monarquía por ser lo contrario de lo que prefieren sus «enemigos», y estos eligen República siempre y cuando puedan mangonear con ella a su antojo. Ya sucedió hace noventa y un años, y no parece que la naturaleza carroñera de sus descendientes haya mutado un ápice. Si acaso a peor.
Tengo para mí que siempre será mejor un régimen donde al pueblo se le dé la mayor autonomía posible en materia de elección, y no me parece por tanto de recibo el hecho de que la jefatura del Estado sea hereditaria, por línea consanguínea, sea el producto excelente, mediocre o zarrapastroso. “¿Y si nos sale tonto?”, que decía aquél. “¿Y si nos sale demasiado listillo?”, que digo yo. Por supuesto, y ciñéndonos a la pura casuística, lo más probable es que no salga ni una cosa ni la otra. Pero que salga inane, pusilánime, antojadizo, cabezaloca, autorreferencial, turulato, sectario o sabe Dios cómo, tampoco tranquiliza. Lo que precisamente debería intranquilizar es que venga por defecto en el lote, y que haya que cruzar los dedos para que el caballero nos salga más o menos bueno, como pasa con los melones. Y como por estos lares sabemos de todas todas que nos va a salir Borbón, pues quita bastante el sueño, a tenor de lo que la dinastía ha ofrecido al país en poco más de tres siglos. Siendo yo defensor de los animales, entenderán que no puedo estar de acuerdo en eso de tirarlos “a los tiburones”. Pero la idea de una islita equipada en modo basal, en pleno Pacífico ―sin cobertura, claro―, tampoco creo que pueda ser tildado de crueldad, tenido en cuenta lo que nos ofreció las sucesivas familias durante quince generaciones, se dice pronto.
¿Quedamos entonces en que mejor república? Pues tampoco hay prisa, la verdad, viendo que para los republicanos pata negra no hay más república que la del 31, que empezó como empezó y acabó como tenía que acabar, por desgracia para todos los entonces compatriotas. Decía aquel político tras las elecciones de febrero del 36 que la cosa pintaba mal, y que, antes que esperar a los pistoleros frentepopulistas en su despacho, prefería al menos darse una oportunidad en la trinchera, donde la supervivencia aumenta a la mitad, nada menos, siempre en función de la habilidad de uno como tirador. Una reflexión en voz alta que siempre me pareció excelso resumen de lo que aconteció.
Tras este breve inciso, volvemos al tema que nos ocupa. Me parece preferible, así, a bote pronto, y sin entrar en profundos debates filosóficos, la república como forma de gobierno. Pero repúblicas hay muchas. Tan república es Suiza como Corea del Norte, y tampoco es cuestión de echarlo a suertes. ¿Una república presidencialista, u otra dual, con presidente y jefe de gobierno? ¿Y si optamos por esta última, qué poder se le da al presidente? Porque para una fórmula como la italiana o la alemana, a lo mejor no hace falta tanta alforja.
Horripila a algunos que no pueda elegirse al jefe del estado, pero les parece normal que el presidente de gobierno elija a todos y cada uno de los miembros de su ejecutivo, aunque ponga al frente de Sanidad a un licenciado en Filosofía Pura.
Otra cosa. Soy de los que no se fía un pelo de los que portan la tricolor, llamándola con absoluto desparpajo «la bandera republicana». ¿De dónde han sacado tamaña tontería, y sobre todo, cómo han conseguido que la población en masa trague tan grosera pildorita? A lo segundo ye les respondo yo: comemos adocenados lo que nos echen en el pesebre, lo mismo que aceptamos que nos pinchen en varias oleadas no se sabe qué, y tan felices de la vida.
Pero me apetece responder también a lo primero (es lo que tiene ser el autor del artículo). La tricolor no es «la bandera republicana». De hecho, tal enseña, presidida por el artículo, y hasta donde yo sé, no existe como tal, es decir, como signo de republicanismo versus monarquía. La tricolor fue la bandera que impuso el poder de la época para la Segunda República Española (prohibiendo de facto la rojigualda, dicho sea de paso). Ni antes ni después tuvo la menor vigencia la tricolor. Por comentarlo.
Es más, si alguien osara presentarse aquí y ahora en una manifestación reivindicativa de la república con la rojigualda (adornada con cierto escudo ovoide en su franja central), defendiendo a capa y espada que esa es «la bandera republicana», ¿qué sucedería? Pues que, además de ser expulsado del acto a puntapiés por la masa enfurecida, estaría el pobre incauto cometiendo la misma tontería que sus agresores. No sé si me explico…
Los «republicanos oficiales» constituyen en la actualidad la misma satrapía totalitaria que en 1931, pero un poquito peores en lo moral si cabe, y no tanto por ellos (que también), quienes al fin y al cabo sueltan su discurso entre anodino y pueril, sino por los que se dejan embaucar por las palabras‑luz, sin siquiera acercarse al ordenador y escarbar en los entresijos de la historia que fue, y más si cabe en la historia que construimos día a día ayer, hoy, mañana, de la que somos responsables directos para lo bueno y para lo malo. República sí, pero no así.
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