En 1799, transcurridos diez años desde del estallido de la Revolución francesa, la República continúa resistiendo los embates del tradicionalismo. Más aún, el 18 Brumario de ese año, Bonaparte se erige en Primer Cónsul instaurando su dictadura frente a la reacción. En su Napoleón, Emil Ludwig describe la nueva ley escolar bonapartista: “se dota al país de escuelas de enseñanza primaria y secundaria, de liceos, de escuelas superiores. Se crean seis mil becas, una tercera parte de las cuales se reserva para los hijos de hombres de mérito”. Ya no es la sangre o la cuna la que determina el acceso a la universidad. “Tres años más tarde, Francia tiene 45.000 escuelas primarias, 750 colegios y 45 liceos”. Napoleón introduce en el senado a los mejores: “se hace designar a nuestros diez mejores pintores, nuestros diez mejores escultores, compositores, músicos, arquitectos, y otros nombres de artistas cuyo talento merezca ser estimulado”. Las ciencias y la filosofía están llamadas a convertirse en patrimonio de los franceses.
En España, la transición del XVIII al XIX es radicalmente opuesta. Los curas ordenan a sus feligreses combatir al Anticristo francés; la izquierda de entonces, españoles afrancesados o liberales, corren la misma suerte. “Aquí no necesitamos tantas luces” había sentenciado años antes Floridablanca. Se trataba de mantener al pueblo en la oscuridad y la ignorancia. Estaban en juego los privilegios estamentales. “¡Viva las caenas!, ¡Viva la Religión!, ¡Viva la Inquisición!” se grita al regreso de Fernando VII. Aún falta casi medio siglo para que en tiempos de Isabel II se renueven los viejos propósitos: “España no necesita hombres que sepan, sino bueyes que trabajen” llega a afirmar Bravo Murillo.
A comienzos del siglo XX apenas uno de cada cuatro españoles sabe leer y escribir. Si en Europa la cultura es cada vez más, un asunto de Estado, en España lo es la deseducación. Tres cuartas partes de la enseñanza secundaria continúan en manos de las órdenes religiosas. El gobierno, concebido como objeto de negocio de una minoría, acostumbra a delegar la función educativa en la Iglesia. Aun así, iniciativas dignas de encomio ya habían intentado ilustrar a la sociedad: la Institución de Libre Enseñanza a partir de 1876 o posteriormente, la Escuela Moderna en Cataluña. Ferrer i Guardia lo pagaría con su vida. En París, Anatole France denunciaba la ignominia: “su crimen es ser republicano, socialista, librepensador; su crimen es crear la enseñanza laica en Barcelona, instruir a miles de niños en la moral independiente, su crimen es haber fundado escuelas”. Pronto llegará el aplastamiento de la II República y con él, también el de sus maestros. Era en realidad, el aplastamiento de todo aquel que no comulgase con el fascismo o la sacristía.
Juramento por la Educación
Don Íñigo Méndez de Vigo y Montojo, IX barón de Claret, fue la persona escogida por Mariano Rajoy para suceder a José Ignacio Wert en la cartera de educación, cultura y deportes. Viene de afirmar el barón que “hay demasiados universitarios en España”. Acaso faltan más camareros. Quién sabe si al ministro llega a resultarle incluso molesta la anómala situación. El actual ataque del gobierno a la educación de sus compatriotas en nada difiere de la aversión a la Ilustración impuesta siempre en España por la reacción. Desde la llegada del Partido Popular al poder se han eliminado becas, encarecido brutalmente las matriculas, se ha marginado la filosofía en la enseñanza secundaria y se ha restaurado la religión como asignatura vehicular. La aristocratización de la Universidad Pública española ha supuesto la pérdida de 70.000 estudiantes, pero ello no parece suficiente. Acaso urge finalizar lo comenzado.
Siempre se sintieron incómodos ante la emergencia de la razón. En la actualidad, la distorsión del sentido común sigue siendo el primer objetivo de quienes aspiran a perpetuar sus particulares intereses por encima de los generales. Una sociedad sin educar es una sociedad manejable, sumisa, a la que se puede volver a engañar. España, "la más triste de las historias", nos dice Gil de Biedma. Desconocerla es el primer fundamento para perpetuarla; para impedir cambiarla.
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