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Una Europa que envejece, mientras los musulmanes crecen

Francisco Rodríguez
martes, 24 de noviembre de 2015, 23:56 h (CET)
Por mucho que nos ufanemos en Occidente de nuestra democracia y nuestras libertades, no podemos ocultar el profundo vacío que ha producido la eliminación de lo trascendente. Si todo se reduce a comprar y disfrutar, a poder repetir las opiniones de este o aquel político, de este o aquel periódico, de esta o aquella cadena de televisión, ello resulta insuficiente para una alguna parte de nuestra conciencia que nos empuja a buscar algo bueno que nos justifique.

Eliminado Dios de nuestro horizonte vital, proclamado el relativismo que borra las diferencias y una tolerancia capaz de aceptarlo todo menos la predicación pública del evangelio; convencidos de que la voluntad de la mayoría fluctuante es la única autoridad que decide sobre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la verdad y la mentira, buscamos desesperadamente algo en lo que sentir que somos buenos, pero no necesitados de conversión. ¿Han comprobado que la palabra pecado ha sido descatalogada por vieja y desagradable?

Nos sentimos buenos porque nos decimos ecologistas, porque estamos en contra de las corridas de toros, porque defendemos los derechos de los animales, porque podemos salir a gritar: no a la guerra, no a los desahucios, no a la violencia de género… Acciones todas ellas promovidas por astutos vendedores que saben ofrecer la mercancía que demandan muchos ciudadanos para sentirse mejor. No lo hacen sin beneficio pues se dirán: si nos siguen en la protesta y la algarada, también podrán seguirnos con su voto, cuando se lo pidamos.

Pero lo cierto es que entretenidos con nuestras proclamas democráticas y occidentales cada vez somos unos países más envejecidos que no somos capaces de conseguir una tasa de natalidad que mantenga la población. Europa se está suicidando mientras canta la Marsellesa.

Los atentados que acaban de ocurrir en Paris muestran la inconsistencia de nuestras ideas sobre el multiculturalismo. Por esa necesidad de sentirnos buenos por nosotros mismos, abrimos nuestras fronteras a otros pueblos, pensando que la convivencia iba a homogeneizarlos, a hacerlos igual de relativistas, cómodos, hedonistas y consumistas que nosotros, pero no tuvimos en cuenta que ellos iban a comprobar que mientras nosotros somos cada vez menos, ellos son cada vez más, que lentamente van imponiéndonos que respetemos sus modos de vivir o de comer, sin apenas resistencia por nuestra parte.

Los musulmanes más pacíficos están convencidos de que acabarán conquistando Europa con los vientres de sus mujeres, como dijo Gadafi en alguna ocasión. Los más violentos predican el califato, la guerra santa, la muerte de los infieles y comprueban que pueden hacerlo con éxito. La respuesta europea a este último atentado ha sido más histérica que valerosa.

Parece más fácil organizar un bombardeo que erradicar de las ciudades europeas las mezquitas que incitan a terminar con los infieles o establecer una política de inmigración seria y rigurosa que evite el establecimiento de guetos. Acoger refugiados exige saber primero quién o quienes los traen hasta nuestras fronteras, pues no vienen de Siria, ni de Turquía, andando hasta las alambradas.

¿Reaccionará Europa alguna vez buscando sus raíces cristianas? O con la excusa de no enfadar a los musulmanes, ¿nos dedicaremos a borrar cualquier vestigio de cristianismo en nuestras ciudades, incluida la navidad? Piénsenlo, por favor.

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