Cualquier habitante de las tierras de María Santísima –e incluso muchos de los foráneos- entiende, grado más o menos, a que temperatura nos está sometiendo el “lorenzo” nuestro de cada día del verano.
Los medios de difusión transmiten una sensación de que nos estamos introduciendo subrepticiamente en las “calderas de Pedro Botero”. A lo largo de toda mi dilatada vida cada año hemos pasado unos días en los que hemos sufrido “las calores”.
¿Y qué es lo que hacíamos? En mi infancia no había frigoríficos. Había que recurrir al botijo o a la fresquera. Como mucho podíamos adquirir cerveza fría o tinto con gaseosa en la taberna de la esquina. El tío de los helados asomaba por la calle con una bicicleta en cuyo portamantas cabalgaba una heladora llena de helado de “mantecado”. En un aparatillo cuadrado introducía una galleta y una capa más o menos gruesa en función de nuestra aportación económica. La más fina, dos gordas; el completo, una peseta.
Desconocíamos el agua mineral embotellada (solo la vendían para los enfermos). Pero nos encontrábamos por todas partes, especialmente en los toros o el futbol, a los “aguaores” provisto de un botijo de color indefinida que suministraba una agua calentorra pero que solucionaba momentáneamente la sed.
Toda esta introducción se debe al conflicto nacional que se ha producido a consecuencia del “control de temperaturas” (otro más) al que nos quieren someter nuestros próceres. Siempre tan atentos a la felicidad y el confort de los ciudadanos. Cuando terminen con la refrigeración comenzarán con la calefacción. Ellos lo tienen solucionado con quitarse la corbata o ponerse la bufanda de su partido. Después al coche o al avión oficial. El resto de los mortales que se apañen como puedan.
Mi buena noticia me la proporciona mi sentido de la prevención. Dispongo de una terraza donde tomar el fresco en verano o el sol en invierno. Un botijo de la Rambla y un brasero de picón comprado en Benamejí. Voy a recuperar el pay-pay de cartón o la visera “par sol y pa la calor”. Voy a promocionar los refrescos de zarzaparrilla o de fresa del “Niágara”, (en mi vida he visto unos vasos de cristal más grandes y más limpios que los que nos ponían en aquella tienda de refrescos del Pasaje de Chinitas) y para el invierno voy a pedir la consideración de monumentos nacionales para los puestos de castañas. El progreso nos va a hacer retroceder sesenta años.
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