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La contraseña

Relato corto
Alberto Juárez Vivas
martes, 6 de septiembre de 2022, 11:52 h (CET)

Sucedió en el poblado Las Lajas, en los ardores de los primeros días de la revolución. El dictador había sido derrocado por el pueblo en armas. Iniciaba la organización de la defensa civil y la vigilancia, con el propósito de impedir infiltraciones de guardias que andaban huyendo y escondiéndose en arrabales y montañas.


El poblado estaba protegido por los muchachos –como les decían a los jóvenes revolucionarios–; la trinchera más grande e importante la llamaban La Loma, porque estaba en la cima de una colina rodeada de árboles y alambradas, desde donde se avistaba a todo el pueblo. A lo lejos, aparentaba ser una naranja partiéndose en dos.


Todos los días, uno a uno se turnaban los muchachos, para mantener una vigilancia estricta. Armados de fusiles y de valor, lo único que debían preguntar, cuando alguien se acercaba, era: ¿Quién vive? Y el extraño debía contestar: ¡La Revolución! Una contraseña sencilla que solamente conocían ellos.


Llegó el turno a Rafael, de siete de la noche a siete de la mañana del día siguiente. Doce horas de vigilia, de campanadas de miedo y susto. Él era de esos raros especímenes que nunca dejaban de leer, siempre en contra de la violencia, pero, tuvo que asumir la obligación impuesta por la revolución.


Puntual, saludó al joven que relevaba y lo despidió con una sonrisa. Con su fusil al hombro empezó a revisar algunas habitaciones donde se guardaban municiones, papelería, mesas deterioradas y el piso adornado de cientos de colillas de cigarrillos. Salió a una pequeña plazoleta, miró en todas las direcciones y buscó un sitio donde acomodarse para ver desfilar los minutos. Era una noche sin luna, donde solo se escuchaba el aleteo de los búhos y los murciélagos. Las luciérnagas devoraban el silencio y con su lucecita fulminante, parecían herir la negrura de las sombras.


Las horas pasaban lentas cual cansadas. El sueño, el cansancio y los sonidos declinaban a Rafael. Cabeceaba continuamente hasta casi desplomarse. Cercano a las once de la noche, el ruido de pisadas montunas lo sobresaltó. Tomó su fusil, se levantó y caminó como gato, sigiloso, hacia donde creyó provenían las pisadas. Se atrincheró y con su voz entrecortada, preguntó: —¿Quién vive? ¿Quién vive? Una voz apenas audible respondió: —Tu madre. Rafael insistió con la pregunta, pero recibió la misma contestación desde algún punto del monte que tenía enfrente.


Desconcertado, temeroso y a la vez furioso, porque aquella respuesta no era la contraseña establecida entre sus compañeros, la entendió como un insulto. Volvió a preguntar con voz más fuerte: —Por última vez, ¿Quién vive? O disparo. La misma respuesta: —Tu madre. Hubo un brevísimo silencio y luego, Rafael reaccionó:


—Se lo advertí. Y descargó su magazín en dirección al sitio donde provenía la voz. Escuchó que algo o alguien cayó sobre la tierra.


La oscuridad siguió en su sitio, los búhos chirriaron, las luciérnagas bailaron en las sombras y el posta continuó en su puesto.


Al día siguiente, Rafael informó a sus compañeros lo ocurrido durante su turno; decidieron indagar de qué se trataba y juntos emprendieron la marcha siguiendo una línea recta. Atravesaron matorrales y dieron un giro al llegar a unos árboles de madroño. Uno de los muchachos se adelantó y encontró yaciendo en el suelo a una anciana vestidas con blusa celeste y una falda blanca pringada de sangre. En sus manos sostenía una bolsa plástica con residuos de gallo pinto, carne y cuajada; sobre sus brazos chingaste de tiste derramado.


Voltearon el rostro del cadáver, limpiaron la tierra adherida y se asustaron al ver que se trataba de la madre del mejor amigo de Rafael desde su infancia. Ella llevaba la cena a quien consideraba su hijo, en el día de su cumpleaños.

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