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Narraciones breves

Relatos cortos
Rolando Revagliatti
lunes, 19 de septiembre de 2022, 11:54 h (CET)

Casa de Muñecas


Desde el comienzo se ensayó con vestuario. La sirvienta, con cofia. El doctor Rank, con piyama de invierno y chinelas doradas. Krogstad, el procurador, con extenuado sobretodo oscuro y gorra. La señora Linde, normal, de ciudadana contemporánea y argentina. Torbaldo, con smoking. Y Nora Helmer (Casandra) de vedette, con altísimos tacos, brillos, plumas y sostén de estrella glamorosa.

          

Casandra había trajinado en teleteatros y programas cómicos. Krogstad participaba en concursos nacionales de físico-culturismo. El doctor Rank estudiaba escribanía y la sirvienta, el profesorado de historia. La señora Linde estaba casada y Torbaldo (Randolfo) vivía de rentas.

          

Desde las primeras improvisaciones, incluyéndose en el espacio dramático, el director instaba y compelía en voz baja, turnándose, a cada actor. Sus alumnos concurrían a los ensayos y, a su pedido, intervenían en papeles movilizadores, extemporáneos, patoteando, ridiculizando, invadiendo con contundencia el hogar de los Helmer.

          

Nora siempre desesperadamente quería coger con su esposo cuando no estaban solos. Él debía, entonces, sacarse a la pegajosa Nora de encima, disuadirla y cuidar las formas, la compostura, justificarla ante los invitados y atenderlos, instruir a la servidumbre. Torbaldo se resistía mientras la apelante y descomedida lengua de Nora lo acicateaba en los labios o en las orejas, desabrochado, hurgueteado, por esa lúbrica cónyuge. Caricaturesco tirabombas Krogstad; la señora Linde, fina y solícita; el doctor Rank, achacoso y descalabrado médico, al pie de la tumba; impertinente y jaranera la sirvienta. Krogstad y Torbaldo conformaban un dúo rememorativo a lo Carlitos Gardel y Tito Lusiardo (“Por una cabeza”, “Buenos Aires, cuando yo te vuelva a ver”), y juntos cantaban amistosísimos y engolados, machos y sensibles. Nora y Krogstad se enfrentaban en un duelo, Nora sin sostén, a teta limpia, armada con sus tetas, y el procurador, estilo Hormiga Negra, con una prótesis fálica. 


El enamoradizo Rank se procuraba erecciones (indicios de vida) auscultando, palpando y frotando al plantel femenino, el que consultaba al facultativo a raíz de malestares imaginarios. Durante el tramo final, Torbaldo intercalaba textos de Nora a otros inventados por él, parecidos y diferentes en cada ensayo, y aun en cada función, con Nora atornillada en el piso, escupiéndolo y emitiendo rugidos y gruñidos crispados o estertóreos, trastornado de dicha Torbaldo posibilitando el surgimiento de tantas voces y discursos: Michelangelo Antonioni, Pepe Arias, Adolfo Hitler, el indio Patoruzú, Lily Pons, “las lolas yéndose a los puertos”, un chanchullero, una contorsionista, un falangista y un republicano, la recitadora Berta Singerman, y otros, y Mecha Ortiz y Roberto Escalada, y otros más, encarnando Torbaldo en una cierta realidad a una Nora Helmer triunfante, Torbaldo inmisericorde, omnímodo, agradeciendo a los revolucionarios de la escena, sin saltear a Vsevolod Meyerhold, Edward Gordon Craig y Vakhtangov, que facilitaban ese despliegue desaforado, ese Ibsen: “Sí, tuve que sostener una lucha atroz”. Los actores accedían, en ocasiones, a un completo éxtasis, al nirvana (epopéyicamente despersonalizados), a lo inefable, a lo divino. Sin arredrarse, de sus roles se embriagaban y se dejaban traspasar.

          

Randolfo, mientras, intima, entre otras, con dos mellizas, alumnas del director; y Casandra se casa in artículo mortis con el tío de su madrastra, de quien hereda, una pequeña fábrica de maniquíes, una casa-quinta en Loma Hermosa y un camión. La sirvienta, faltando poco para dejar de hacer funciones frente a un público que envidia el furioso goce histriónico del elenco, se instala en la vivienda del director. El doctor Rank mantiene relaciones esporádicas con la señora Linde, quien, después, se separa del marido y se radica en Lima. El director, a los dos años de convivencia con la sirvienta, liquida a sus alumnos y al teatro, vuela a Lima y se instala en la vivienda de la señora Linde. El doctor Rank es, desde entonces, alguien también alejado del espectáculo. Krogstad padece una afección severa en la musculatura. Casandra vuelve a la tevé y Randolfo produce recitales poéticos que presenta en entidades culturales.

          

La sirvienta va ya redondeando esta redacción y aguarda los efectos de una droga aborigen centroamericana que potenciada con un litro de vino tinto, la hará disfrutar de intensidades emotivas con lágrimas y sonrisas y secreciones que la incrustarán raudamente en la magia y en los abismos, como con la rotundez congregada de aquellos personajes de la versión delirante y genial de la más bien strindbergiana Casa de Muñecas. 


Debut inocuo


“Yo tan sólo quince años tenía.” Debut inocuo. Un privilegio desusado. Ella, treinta: Rosa, se llamaba. La panza alta, llamativa. Aparte de eso, flaquita. Montón puntual. Soy el elegido. Me pregunta por Álvarez Thomas, la avenida. Ni siquiera sabía yo a cuántas cuadras. Le miro la pechuga. Indico para allá, me atosiga, que si tengo tiempo la acompañe. A cincuenta metros le soy muy simpático. Es baja y viste mameluco. Me digo sonreí, pero no me sale; me digo para qué. Articulo las dos sílabas de mi apodo, le da risa, a ella la nombran por el diminutivo. Julio no habrá entendido, ni le dije chau, ella tiene unas orejitas... 


Me raptó como a un recién nacido y es cierto: soy virgen; huele bien, fresca, eso es importante; virgen hasta la re-médula soy; Rosa, Rosita, conmigo en el zaguán pasando Álvarez Thomas. Ni a bailar fui nunca, yo estudio, con sus manos en el cierre de mi vaquero, este año termino cuarto, me besa los párpados, me inclina, me inclino. Julio no habrá entendido cuando lo dejé, ella se agacha y ahora me besa el bulto, analista de sistemas voy a ser. Qué sortilegio, dura la panza, no anocheció del todo, qué lengua la loca; ¿pero en el caserón no vive nadie más?, me entero, observo; me voy a encamar con esta embarazada; le digo, no le digo, le digo de mi condición: exclama mejor y iupi. No está triste, esta mujer no está triste para nada, no sufre, no me mortifica; vive aquí, aquí nació, su hermano falleció en esta cama que cruje. Me desnuda, la toqueteo mientras lo hace. Decime Rosita, no, qué marido, ningún marido; hablo sin mentar, hablo para adelante; pibe lindo, preñada por un forajido, soy la más alcanzable trotamundos. Tengo fecha para sesenta días, estoy inspirada, me lo elegí sutil, un arbolito fino y colorado, por el barrio. Ya sé, tía Fernanda, te mudaste por mí, vivís como la mona, con esa pelambrera fantástica no me recuerda a ninguno y me olvida de todos; dentro de sesenta días le voy a decir, tía Fernanda, perdoname, la prima de mi padre. Me saco todo, le enseño, le muestro: a lo perro, domingo lerdo, me lo apoya, el slip se lo mandé al carajo. Ser contemplada, creer, mi tía y yo. Lunguito mío, estrecho tórax ceruminoso; ganas de cantar, de gritar, de aplaudir, de explotar; insisto con los chupones, que dure caliente, con regularidad, así, ¿ves?, se hace, yo quiero un novio, una me lo expropió; se distrae con el ombligo, despacio y rápido, lo que vos pesques, el mordisqueo en la nuca, vulgar pero no insípida; los expertos me han hecho mal, la clepsidra me emborracha, me muevo poco, me muevo poco. 


Disculpame, se sale. Julio va a pensar que exagero, él se quedó de araca, resbala, inocuo es esto; ni siento, no llego, me pone nervioso este festín; nunca concerté una cita, me desorienta, me habla, seguí, seguí, sigo pero así no va, dale, con fuerza, embestime, estoy empantanado; sostenete con una mano, dame la otra, ponela acá, preferiría, ya sé, ya sé, ahí va mejor, aguantá, aguantá, esta cama, eyacular, un dos tres para siempre otra vez, así, queridito, muy bien; sólo bien (siendo generosos), pero te lo agradezco. Rosa: te agradezco este debut, aquel debut. ¡Ah!, y tacho “inocuo”. 


Remigia


A Remigia los de la carnicería la llaman Remigio.


“Su voz era áspera, aunque su mirada no raspaba/ y si andaba contenta …”,

pergeñó sobre ella ese cuajarón de poeta barrial que pernoctaba, cuando no llovía, en la plaza. Llovizna descendía en el amanecer de aquel lunes cuando él la besó en uno de los bancos, a poco de emplearse Remigia “en el petit hotel”, como ella misma había pregonado, de los Scioli. Sin escrúpulos entreverábase. Con un tal Cristianno, repartidor de volantes, llegó a aposentarse sobre la enorme frazada que desplegaran en una noche de corte de luz, en la única obra en construcción abandonada de las inmediaciones.


Transcurrida buena parte de su existencia aparecióse con vincha en su casquete reacio y un par de bolsas traslúcidas repletas de paquetes inestimables. Pronto fue advertida por las calles con ropa zonza y nueva y el cabello recogido. Es muy alta esta mujer y nada hermosa. Los omóplatos le sobresalen. Envuelta ahora en prendas vistosas, siempre algún detalle sutil atempera tanta hirsuta contundencia: aritos de oro, cinturón o hebilla, una fragancia. Fragancia con el nombre de pila de su mamá. Mamá que falleciera veinticinco días antes de pisar entonces Remigia la estación Retiro.


Ella está al servicio de un matrimonio, el fruto del matrimonio y la tía del fruto. Constituidos estos últimos por Arturito, “el débil”, muchachón ceceoso; Ignacio, modelo de artistas plásticos y estudiante universitario con una carrera concluída; y Ernestina, quien ya cuenta con intrascendentes diecinueve años. La tía realiza los quehaceres a la par que Remigia, exceptuando las compras. Conversan. Remigia le confiesa sus románticas propensiones.


Ella se cartea con su segundo padrastro, su primer amor. No, sin embargo, quien la desflorara. Ése había sido Francisco César Richietti, ex–pugilista, medio mediano, un alma serena, seductor parsimonioso, inolvidable (con su nariz arrasada), y por quien atesora un embargante agradecimiento.


Está imaginándose cosas con Arturito. El que por las mañanas es distinguible exánime. Descastado o devastado, a Remigia la enternece. La colmaría que Arturito se entusiasmara con ella. Sabría cómo enardecerlo.


Así Remigia, mejora la ortografía con una maestra particular, come poco, es pulcra, teme que su piel se aje. Usa anteojos para leer revistas, se solaza con Grandes Valores del Tango (en especial, con Roberto Rufino), entre el cuatro y el siete de enero tiene muy presentes a los Reyes Magos. Saludable: solamente caries y espasmos en los dedos de las manos cuando hace frío seco. Nunca fumó, calza más de cuarenta, sueña que la sueñan, y espera morir un día, sin apuro, y sin que ningún niño la vea. 


Llegaron los reyes 


No digo una de sesenta; o una de edad de la que se sabe que no pasaría de los setenta; digo de una, bien conservada, eso sí, viuda en segundas nupcias, viuda reciente de un hombre más joven, una mujer activa, actualizada, de algún pico pasados los ochenta. Una mujer nada achacosa —conste—, encantadora, tolerante, incapaz de faltar un miércoles al té de la confitería “Ideal” con dos amigas pulcras y educadas, no tan expansivas, que saben arreglarse y asistir a cursos que se imparten en la Sociedad Hebraica Argentina.

          

Mi coprotagonista, Hebe, ocupa un departamento confortable de la avenida Las Heras, contrafrente. La hija la visita dos veces por semana, al mediodía. Una empleada del hijo mayor acude a las once de cada mañana y realiza las compras, cocina el pollo o las lentejas, lava y limpia, mientras Hebe se lee su matutino, subraya el título de una conferencia (“Nuestra Tradición Histórica y su Transformación Posterior”), cambia el long play de Brahms por el de “Romanzas Decimonónicas”, ingiere la dosis de Sibelium con su juguito de pomelos, recorta con una tijera la crítica de la última película de Franco Zeffirelli, que no se perdería la sigan o no la sigan Betty y Raquel.

          

Hebe había reparado en fotos difundidas en revistas donde luzco indumentaria de una conocida firma de moda masculina. Explicitó —nos conocimos, faltando un par de semanas para el fin del año, en la presentación de un libro de poemas— que mi apostura le recordaba a ese manequén. La entero de que soy modelo de ropa y de comerciales gráficos y filmados de todo tipo de productos, que hace seis años que me he iniciado y que, sin duda, soy la persona que le ha llamado la atención en esas fotografías. Me cuenta que su bisnieta ha incursionado en publicidad. Hilamos respecto de otros temas y volvemos a encontrarnos por casualidad el seis de enero, en la vereda de su casa. Casa en la que permanezco desde hace cinco horas, desinteresado de un compromiso de cierta trascendencia.

          

Rellenita, Hebe, de blanquísima piel y ojos glaucos, se me había aproximado en el sofá de estilo. Desde un ovalado retrato se esmeraban en escrutar el avance confiado de esta dama a quien rocé con sofocada agitación. Ella afirmó sus manos suaves en las mías. Nuestro primer abrazo, aún en el sofá, nos condujo a un éxtasis vago. No besé enseguida sus labios. No deseaba besar más que sus mejillas y morder más que sus hombros. Deseaba el contacto de los cuerpos, la epifanía. Deseaba, ardiente, que Hebe desabrochara mi camisa y acariciara, trémula, mi espalda. Deseaba, claro, fui deseando, la contundencia de la unión de mi sexo obstinado y el suyo desguarnecido. Ignoramos el llamado del teléfono mientras oscurecíamos el dormitorio que acogería este amor fortuito. El delirio nos arrasó cuando Hebe gemía como una muñeca desquiciada. Nos adormecimos y aquí estoy, reflexionando sobre estos sentimientos que inclinan mi ánimo hacia lo que me place, esperando (anhelando) que Hebe despierte y me busque. 


El manjar de Narciso 


Ese treinta y uno, mujeres del año lo llamaron para saludarlo. ¿Dónde lo pasaría? También su madre lo había llamado y, como a todas, aseguró que ya tenía un compromiso. Pensó en la veinteañera que él habría de aguardar (“era hermosa estilo ave del paraíso”) a los categóricos e inclaudicables efectos de encamarse con ella por primera vez: “...voy a visitar a una prima de mi mamá. Es en Aldo Bonzi. Estoy con ella un rato y me voy a tu casa antes de las doce. Por las dudas, porque ellos no tienen teléfono, si hasta las once, once y cuarto no llegué ni te llamé, no me esperes, querrá decir que no pude...”

          

Desacostumbradamente, se vio un film de cowboy por televisión. John Wayne. El Paroramic, encendido, mientras arreglaba unos libros desvencijados (Marqués de Sade, Poldy Bird, Carlos Gorostiza, “La Historia de los Medios de Locomoción”, un cancionero de los Beatles). Planchó, barrió, ordenó el armario de la cocina. Hizo acople en dúo con Argentino Ledesma en una milonga, luego de pasarse ocho minutos cepillándose la dentadura tras masticar la pastilla revelante de placas y hacerse un par de buches. Había diferido tres semanas el inicio de ese plomizo tratamiento para su obstinada paradentosis. No era un jovencito. Se entretuvo con el cepillo empenachado en los intersticios. El hilo dental, importado. Estimular, estimular esas encías sangrantes con los palillos prescriptos.

          

Y arribamos a las ocho y cincuenta y cinco de esa noche, diez y veinte, once menos diez. Levantar el tubo: sí, hay tono. Asomarse a la ventana. Cuarto piso de la calle French. Y le constaba que funcionaba el portero eléctrico. Once y dieciséis y la alucinaba. “Ese reputo timbre que no suena.” Primero ponerse cómodos, después la sidra. Estaba ansioso... ¿como qué? Pero muy ansioso. No iba a comer, trataría de recobrar la línea. Hacía calor, lloviznaba, bebía agua con limón. Se abalanza hacia la mesita de luz y resulta número equivocado. Con el humor requiete in pache (requiescat in pace!) alienta la alternativa de que ella se presente ya primero de enero y cero treinta. Explosiones. La llovizna cesó. Bocinazos. El corazón zangoloteante. ¿Qué se espera ya en los setenta minutos de año nuevo? 


Cumplidos los noventa, transfigurado, instala un rito. Se quita la remera, la dobla, la guarda. Coloca las zapatillas debajo de la cama. Desajusta el cinturón y con lentitud abre el cierre del jeans (Cristian Dior), se lo saca, le busca una percha, lo ubica en percha y en placard. Se mira en el largo espejo interior, erradica el calzoncillo. Primero a dos manos masajea, chiches y golpecitos sabios con tímida yema, la izquierda estirando la piel desde el escroto. Cambio de técnica con la derecha, correr y descorrer el prepucio. Fija la mirada en el espejo, descenso rabioso a la ignominia. Y al baño y al inodoro tan enhiesto, tan vertical el soliviantado, el manjar de Narciso (“para el egoísmo ilimitado del niño todo obstáculo es un crimen de lesa majestad”), y allí derrama mientras oye a la demorada que grita: “¡Soy Norma, abríme!”, y golpea juguetona la puerta del departamento y toca el timbre, añadiendo: “¡Por fin, ya llegué! ¡Se me hizo tarde!”, y, así las cosas, Norma espera que la puerta se abra.



Nota: “Para el egoísmo ilimitado del niño, todo obstáculo es un crimen de lesa majestad”: Sigmund Freud. 





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