Siempre había creído que mi destreza olfativa era razonablemente buena, incluso superior a la media, me atrevía a pensar, hasta que no hace mucho asistí a la mayor demostración de agudeza que jamás he visto en este campo, una suerte de superpoder, a mis ojos; una habilidad extrahumana, digna realmente de un sabueso o de un felino, como se verá.
El caso es que, estando en el instituto, se hallaba abandonada, desde hacía ya tiempo, una sudadera cuyo dueño nadie conocía. Apareció una compañera, cogió la prenda con ambas manos, la acercó a su cara y se dejó inundar por su olor. Al instante dijo el nombre del dueño, un alumno del más del centenar y medio posible. Pensé que me tomaba el pelo, así que fuimos a comprobar si así era. Y era; la asignación del olor a su referente es aún más prodigiosa si añadimos que había pasado un verano de por medio desde el abandono de la sudadera y que, además, esta profesora superolfativa ya no da clase al muchacho; vamos, que ella llevaba sin olerlo a él más de tres meses. A mis ojos se volvió tan admirable como la mismísima Wonder Woman.
Superada mi perplejidad, me dio por pensar que esta admirable amiga guarda en su memoria un recuerdo olfativo de cuanta gente conoce, como el que identifica a los demás por la cara o la voz. Inmediatamente, me inquietó saber quién era yo, olfativamente hablando, para ella. No me he atrevido a preguntárselo, la verdad.
Más allá de la nuestra, llevamos otras vidas en los demás. Nuestra identidad se ramifica y reconstruye con el desorden de semillas al viento. Muchos yoes nuestros sobreviven, palpitan o mueren sin que acaso nunca lleguemos a saberlo. Son nuestros zombis, otras existencias ajenas a nosotros, propiedades de otros. Tal vez ahora mismo alguien piensa en mi yo que le pertenece y lo maldice, o lo ama sin que yo sepa nada, o muere en el abandono del olvido. Pienso en que una coincidencia efímera con alguien, un encuentro aparentemente insignificante, puede, sin embargo, crear una vida dentro de nosotros de la que ya no podamos desprendernos.
Nada o poco sabemos de esas réplicas nuestras que habitan en la memoria de los otros. Por eso nos gusta tanto que nos digan cómo nos ven. Los demás son las únicas pistas que tienes para conocerte, dice Luis Alberto de Cuenca, porque, realmente, ni siquiera sabemos quiénes somos para nosotros mismos. Construimos la imagen de una realidad que no existe. Es un personaje quien protagoniza nuestra vida, otro zombi, un fantasma, la sombra de una luz que nunca vemos.
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