Lo cierto es que los pertenecientes al “segmento de plata” sufrimos el síndrome de la expresión de los sentimientos sin ningún tipo de recato. En una palabra: que lloramos a la primera. Cada doce de octubre me apresto a instalarme delante del televisor para presenciar el desfile de las fuerzas armadas que acompaña a la celebración del día de la Hispanidad. Y entonces comienza el drama. Debo ser un idiota. Me sigue poniendo los pelos de punta la presencia de la bandera de España. Será porque la he jurado en un par de ocasiones (cuando me incorporé al ejército, allá por 1963 y cuando lo hizo uno de mis hijos a principio de los noventa), o por que sigo manteniendo ese “espíritu militar” que nos pedían en las Milicias Universitarias. Tuve la oportunidad de vestir uniforme militar a lo largo de tres veranos. Los dos primeros en el campamento de Montejaque y el tercero en Alcalá de Henares. En mi paso por el ejército aprendí un montón de cosas y me salió la barba. Experimenté la convivencia dentro de una tienda de campaña con diez bigardos como yo. Conocí la disciplina del “porque lo mando yo”. Aprendí a conducir camiones, grúas y carros de combate. Desfilé orgullosamente a pie, a caballo y en carro de combate, etc. Todo ello como una especie de aventura inesperada para un jovenzuelo que jamás había abandonado el caparazón familiar. Pero el paso por el ejército es algo más. Es una experiencia vital de la que sales con amigos para toda la vida y con una formación personal que te ayuda a lo largo del resto de la misma. No se pierde el tiempo. Ni mucho menos. Fue un complemento importante en el paso a la madurez y la identidad de unos jóvenes que no están acostumbrados a la supervivencia en soledad. Pero aquel ejército por el que pasé y que sigo considerando muy importante en mi vida, servía para otras muchas cosas. Lo pude vivir en mi etapa de prácticas. Me encargaron la formación de cien reclutas recién llegados del campamento. Setenta gallegos y treinta andaluces. Ochenta de ellos salieron con todos los carnets de conducir, lo que les ha servido para mucho en su vida laborar posterior. Otros veinte, dejaron de ser analfabetos y conocieron otro mundo lejos de la aldea. Viendo desfilar a las fuerzas armadas pensé el bien que haría a muchos jóvenes de ambos sexos que andan sin rumbo por la vida, manejados por las modas y los “influencers”. Un paso, a su debido tiempo y en su debida forma, por una preparación y una prestación de servicios a España les vendría muy bien a ellos y al resto de nuestro país. He tenido la oportunidad de comprobar como los ciudadanos suizos están comprometidos con su tierra y prestan sus servicios militares durante unas cortas etapas de cada año. Como pudimos ver en el desfile de ayer no todo el ejército se dedica al manejo de las armas, a la preparación para los conflictos internacionales y la pacificación de zonas con todo tipo de problemas. También son una fuerza eficaz para ayuda en las emergencias y las catástrofes, para el mantenimiento del orden público y para el control de la paz y la estabilidad del país. Está de moda la infravaloración y casi el desprecio por lo que ha sido nuestra España. Parece que nos da vergüenza ser españoles, hablar español y querer a nuestro país. Lo políticamente correcto es andar en la ambigüedad y resaltar los errores cometidos, mientras se pretende ignorar lo que España ha sido, es y será en el progreso, la culturización y, aunque moleste a muchos, en la evangelización del mundo. Todo eso pensaba ayer mientras algunos políticos y “fuerzas vivas” jugaban al escondite, otros se quitaban de en medio y los cuatro sentimentales, que piensan igual que yo, nos enjugábamos las lágrimas y nos recreábamos en las imágenes de aquellos tiempos en que la familia rodeaba y presumía del joven que había cedido al país por un tiempo, para que le sirviera como soldado. ¡Aquellas juras de bandera!
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