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¿Quién es Santo?

Para desespero de muchos, la propaganda católica vende la santidad como un estado que se obtiene después de morir. La Biblia enseña que es un estado de gracia que se disfruta en vida
Octavi Pereña
lunes, 11 de enero de 2016, 23:00 h (CET)
Los libros Avaricia de Emiliano Fittipaldi y Via Crucis de Giaulugi Nuzzi, “dedican largos capítulos a analizar el funcionamiento de la Congregación para las Causas de los Santos…Según el Corriere della Sera, la gendarmería vaticana investiga cuentas del Instituto para Obras de Religión (IOR) – la banca vaticana – a raíz de la sospecha del cobro de sobornos por parte de postuladores de causas de beatificación y canonización para “pilotar” los procesos y agilizarlos (Eusebio Vall. )Los escándalos de las canonizaciones dejan claro que a la sombra de la fastuosidad vaticana se mueve una legión de vividores que sangran a los fieles crédulos. Los libros mencionados denuncian que “el negocio que envuelve la beatificación y canonización de santos, cuyos procesos depende de la cantidad de dinero que se aporte. En este sentido constata que las diócesis más ricas son las que más aportan para el reconocimiento de sus beatos y santos”. Dejando a un lado la corrupción vaticana que hoy ocupa mucho espacio en los medios de comunicación, analizaremos lo que según la Biblia es la santidad.

Lo primero que debe descubrirse es: ¿Quién es santo? El apóstol Pablo escribiendo a los cristianos en Roma, dice: “A todos los que estáis en Roma, llamados a ser santos” (1:7). El apóstol considera santos no a una minoría de cristianos romanos privilegiados con características especiales de santidad, sino que dice que son santos todos los cristianos romanos, sea cual sea su posición en la iglesia. No distingue entre unos y otros. Sin privilegios, todos son santos.

Escribiendo a la iglesia en Corinto, el apóstol dice: “A la iglesia de Dios , que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el Nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro” (1:2). Aquí el apóstol Pablo amplia la categoría de santos a “todos los que en cualquier lugar invocan el Nombre de nuestro Señor Jesucristo”. No limita la santidad a los residentes en un lugar determinado, Roma o Corinto, la amplía a” todos los que en cualquier lugar invocan el Nombre de nuestro Señor Jesucristo”, es decir, cualquier persona que en cualquier lugar de la Tierra invoque el Nombre de nuestro Señor Jesucristo, es santa. No se da ninguna discriminación por motivo de características personales de quienes invocan el Nombre de nuestro Señor Jesucristo: raciales, culturales, de sexo.

A los cristianos que residían en Colosas el apóstol Pablo les escribe diciendo: “Y vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de Él” (1:21,22). Aquí, el apóstol descubre la procedencia de los santos. No vienen de un entorno en que se respirase bondad. No. Antes de ser santos eran “extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras”. No fueron llamados a ser santos por ser buenas personas que jamás habían roto un plato. No. Jesús no vino a buscar personas buenas sino que como Médico del alma vino a buscar pecadores al arrepentimiento porque su sangre vertida en la cruz limpia todos los pecados de quienes creen en Él. (1 Juan 1:7).

El lector que ha llegado hasta aquí y que invoca el Nombre de nuestro Señor Jesucristo y que se ve como no siendo sin mancha ni irreprensible, puede preguntarse: ¿Es que no invoco bien el Nombre de nuestro Señor Jesucristo? Si sigue leyendo lo que el apóstol Pablo les dice a los cristianos en Colosas, le desaparecerán las dudas: “Si en verdad permanecéis fundados y firmes en la fe, y sin moveros de la esperanza del Evangelio que habéis oído, el cual se predica en toda la creación que está debajo del cielo” (v.23). Ser irreprensible y sin mancha no toca hoy. Nosotros que éramos extraños y enemigos de Dios, por la fe en Jesús su Hijo nos hemos convertido en amigos de Dios, mejor dicho: en hijos suyos. Iniciándose un proceso de santificación que depende de si se permanece firme en la fe. Es cierto que se producen resbalones y caídas, pero quien permanece firme en la fe se levanta y sigue andando con los ojos puestos en Jesús, el Autor de su fe, con lo cual la mochilla que lleva en la espalda va aligerando el peso del pecado que le agobia. Con la perseverancia y la mochilla que aligera su peso, el andar se hace más fácil. La imagen de Jesús de la que es portador el creyente se hace más nítida, exponiendo con más claridad las señales de santidad sin la cual nadie verá al Señor.

La santidad no pertenece a hombres y mujeres excepcionales a quienes los hombres declaran santos una vez fallecidos y después de un largo proceso de investigación y muy costoso, sino a personas que como tú y yo lamentamos nuestro pecado y a semejanza del salmista le pedimos al Señor Jesús: “Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado” (Salmo 51:2). Santos, según la Biblia, lo son hombres y mujeres que han depositado la fe en Jesús muerto y resucitado que en su caminar diario bregan para ser perfectos como el Padre celestial es perfecto, conscientes de que esta perfección absoluta no la alcanzarán hasta el día de la resurrección que será el momento cuando se presentarán ante Dios sin ninguna mancha ni arruga que los afeen.

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