Polonia, 1944. Saúl Ausländer (Géza Röhrig) es un prisionero judío que trabaja en el interior de las cámaras de gas y hornos crematorios del campo de concentración de Auschwitz. Su deleznable rutina se ve alterada cuando cree descubrir a su propio hijo entre las víctimas, al que tratará de dar un entierro digno en medio del caos y el terror.
 Impactante sumersión cinematográfica en el corazón del Holocausto de la mano del debutante László Nemes (hasta ahora sólo conocido por haber sido asistente de dirección del gran Béla Tarr en El hombre de Londres), quien, a través de una particular técnica de filmación basada en el seguimiento continuo del protagonista, introduce de manera casi literal a los espectadores en una odisea de horror caracterizada por su sequedad y crudeza. El filme ganó el Gran Premio del Jurado y el Premio FIPRESCI en el pasado Festival de Cannes.
La primera escena de El hijo de Saúl, película filmada íntegramente en un reducido formato 1.37:1 para enfatizar la sensación de agobio y asfixia espacial, anticipa a la perfección, en forma y contenido, lo que veremos durante el resto del metraje: un largo plano secuencia con la cámara pegada al rostro y el cogote de Saúl (casi siempre permanecerá ahí), muestra cómo éste y otros miembros de los Sonderkommando (prisioneros, judíos o no, utilizados por los nazis para llevar a cabo las tareas más ingratas dentro de los crematorios), conducen a decenas de judíos recién llegados a Auschwitz al interior de las cámaras de gas. Diversas voces de los oficiales alemanes ordenan a los Sonderkommando desvestir a los prisioneros para hacerlos entrar en las “duchas”. El alboroto y la desazón van en aumento. Saúl y sus compañeros cumplen con las órdenes y buscan en el interior de los abrigos de los condenados para encontrar objetos de valor. Las puertas de la cámara de gas son cerradas con estrépito. Espeluznantes gritos de muerte escapan de su interior. Fundido en negro. Pese a lo terrible de esta primera escena, el espectador no ha visto prácticamente nada, a excepción del rostro y el cogote de Saúl, y algunas acciones que se intuyen en un segundo plano desenfocado. Nemes opta (y aquí radica la particularidad y principal aportación de su trabajo) por sugerir el horror, en todo momento fuera de campo, en lugar de explicitarlo. El resto queda sujeto a la imaginación del público. Una imaginación que, tal y como afirmaba Kant, “en las tinieblas trabaja más activamente que a plena luz”.
Hay en Saul fia un elemento de carácter moral y religioso que determina la actitud de Saúl durante toda la película: su afán por enterrar con dignidad el cuerpo de quien cree que es su hijo. En el judaísmo, el enterramiento de los muertos no es estrictamente un mandamiento religioso. Sin embargo, tanto en el Génesis como en el Deuteronomio se recomienda llevar a cabo. Para Saúl se trata, en cualquier caso, de una cuestión más moral que religiosa. Dar entierro a un hijo que probablemente no sea tal, aunque eso poco importa, es para él el único medio para redimirse y encontrar una vía de escape racional frente a la barbarie que lo rodea. Recordemos que su actividad, no por impuesta resulta menos despreciable, por lo que su salvación, al menos a nivel de conciencia, depende de que su “hijo” sea enterrado como Dios ordena. Rabino incluido.
Limitada por su rígido discurso formal y narrativo, El hijo de Saúl quizá no sea esa obra maestra que algunos, con cierta precipitación, ya celebran, pero sin duda constituye una nueva mirada a un tema tan manido en el cine como el del Holocausto. Y eso ya es mucho. Muchísimo.
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