Nueva York, 1950. Therese Belivet (Rooney Mara), una joven dependienta de la sección de juguetes de unos grandes almacenes, conoce y se enamora de Carol (Cate Blanchett), una elegante mujer de mediana edad que está en trámites de separación de su marido.
Exquisita, sutil y contenida pieza de orfebrería cinematográfica que adapta la novela El precio de la sal (Carol desde su reimpresión de 1989), de Patricia Highsmith, quien, para evitar dañar su reputación como exitosa autora de novelas de intriga (recordemos que en 1950 había publicado Extraños en un tren, llevada a la gran pantalla por Alfred Hitchcock un año más tarde), decidió publicar la obra en 1952 bajo el pseudónimo de Claire Morgan. El filme que nos ocupa, una oda al buen gusto de refinamiento extremo y delicada sensibilidad, ahonda en la problemática de una relación amorosa entre dos mujeres de diferente clase social en una época en la que la homosexualidad todavía era considerada como una desviación conductual ajena a la moral establecida. Rooney Mara se alzó con el premio a la Mejor actriz en el Festival de Cannes.
 Carol, relato de estructura circular, se abre con un plano secuencia en el que la cámara de Haynes, después de atravesar una calle transitada por automóviles y peatones, se eleva hasta detenerse junto a la fachada de un lujoso restaurante neoyorquino. En su interior, Carol y Therese están sentadas en una de las mesas. Su encuentro se ve interrumpido cuando un conocido de Therese que acaba de entrar, la reconoce y la invita a asistir a una fiesta. Carol la anima a que vaya y lo pase bien. Y tras levantarse para irse, toca el hombro de Therese, cuyo rostro parece conmoverse ante el contacto. Cuánta emoción contenida en un gesto que remite a otro similar de Breve encuentro (Brief Encounter, 1945), de David Lean. Aceptada la invitación, Therese se sube a un taxi junto a unos conocidos. Mientras observa desde el vehículo las calles nocturnas de la ciudad a través del cristal de la ventanilla, Haynes introduce un largo flashback que abarca la práctica totalidad de la película, y que se inicia unos meses atrás, durante las fiestas navideñas, cuando Carol y Therese se vieron por primera vez (y probablemente ya se enamoraron) en el departamento de juguetes de unos grandes almacenes. La compra de un trenecillo eléctrico y unos guantes acaso intencionadamente olvidados sobre el mostrador, constituirán la excusa perfecta para volver a encontrarse.
Como si se tratase de un cuadro del pintor Edward Hopper, principal referencia estética tanto de Haynes como de su director de fotografía Edward Lachman, Carol se desarrolla esencialmente en la intimidad de los escenarios interiores, pertenecientes estos a moteles, apartamentos, cafeterías o restaurantes, casi siempre con los personajes dispuestos en torno a una mesa, y con mucha frecuencia al lado de ventanales que dan al exterior. Haynes filma esos interiores desde dentro y desde fuera (a través de los cristales), buscando y, lo que es más difícil, encontrando el encuadre perfecto para cada momento. Sobreencuadrando cada plano mediante el uso de elementos del decorado como las ventanas, los vanos de las puertas, las paredes, los espejos o las ventanillas de los coches. No hay ni un solo plano ni un solo movimiento de cámara dejado al azar en las dos horas de metraje. Todo está estudiado en la elegante y minuciosa puesta en escena.
El emotivo guión de Phyllis Nagy, muy respetuoso con el texto original de Highsmith, nunca cae en el melodrama exacerbado, potenciando el contraste entre las dos protagonistas, brillantemente interpretadas por Cate Blanchett y Rooney Mara (ambas merecían el premio a la Mejor actriz en Cannes). Carol y Therese no sólo tienen diferentes edades y pertenecen a distintos estratos y entornos sociales, sino que también difieren en cuanto a aspecto físico, estilo y personalidad. Aunque resulte paradójico, enfatizando ese contraste de caracteres se consigue potenciar la atracción que la una siente por la otra.
Además de los aspectos señalados con anterioridad, destacan en Carol otros como su excelente fotografía, su delicada música, su elegante vestuario y su cuidado diseño de producción.
En definitiva, una película prácticamente perfecta. O si lo prefieren, quítenle el prácticamente.
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