Es un hecho, fácilmente contrastable, que con la consolidación del proceso de globalización, ciertos dogmas políticos en torno al Estado se van desmoronando. En el caso de los Estados débiles —la mayoría—, el conocido como Estado-nación prácticamente ha desaparecido del protagonismo de primera línea del panorama político mundial, salvo con ocasión de alguna escaramuza puntual. Solo quedan en escena los figurones políticos que le representan, dispuestos para prolongarse de forma vitalicia en el poder, apoyados por la superelite dirigente. El lugar que políticamente le correspondería a un Estado de tales características ha sido tomado por el respectivo Estado-hegemónico que dicta las disposiciones a aplicar en materia política, económica y cultural, respondiendo a su condición de abanderado de la globalización en su zona de influencia.
Pese a tal situación, los jerarcas respectivos continúan hablando de soberanía estatal, haciendo creer a sus ciudadanos que el Estado sigue contando en el concierto internacional y puede considerarse soberano, al modo que señalaba Bodino. Y no sería totalmente inexacto, puesto que el Estado, pese a las circunstancias, siempre es soberano teórico del personal que se encuentra dentro de sus límites geográficos. Lo que sucede es que esa soberanía natural, en el plano de la soberanía exterior, no está asistida por los que mandan, que son los encargados de hacerla efectiva en la práctica, y el asunto se queda internacionalmente en simple pretensión política.
Convendría matizar, al hablar de esa soberanía de los Estados débiles, que, si por un lado, palidece en el plano exterior, bajo la influencia del imperio que les sirve de referencia y los organismo internacionales —ambos a las órdenes indirectas de la superelite capitalista—, no sucede lo mismo con la soberanía interior. En este ámbito, los fieles súbditos de sus gobernantes aprecian el peso de la soberanía en forma de leyes, y su valor ejecutivo a través de una burocracia, que se multiplica continuamente a medida que se la conceden nuevas atribuciones. En la práctica, la soberanía interna reside en el Estado, pero quien la ejerce sobre la ciudadanía es la burocracia, siguiendo una estructura jerárquica que parte de los llamados políticos, sumisos a las disposiciones de los mandatarios externos, y esa otra burocracia que se dice administradora de los intereses generales. De esta forma, el Estado se ha burocratizado, en cuanto ha sido tomado por la burocracia, y la ciudadanía de los derechos constituciones es un espectador que desempeña el papel asignado en la comedia de la democracia representativa.
Aunque la llamada democracia, en la práctica, no sea más que un cascarón vacío de contenido, su etiqueta es útil para legitimar cualquier tipo de personalismo político, invocando el voto. Amén de que ilusiona a la ciudadanía incauta, que cree que con su voto viene a decir algo de auténtica trascendencia para su país. Por eso, hoy todos quieren ser demócratas. No obstante, su auténtica utilidad reside en que ha sido vital para el desarrollo del capitalismo, y especialmente en la época de la globalización, puesto que sirve de modelo al nuevo mundo; teniendo en cuenta que la globalización es un fenómeno de amplias miras, que comenzó siendo económico para pasar a ser político, hasta concentrarse en el plano social, con vistas al auge del mercado. De ahí, el empeño en eso de la democracia de papel, que ha pasado a ser partitocracia y, en casos extremos autoritarismo del personaje más votado, a la sazón, auspiciado por el capitalismo. En todo caso, inofensiva para los intereses de este último, porque para eso cuenta con el dominio de la tecnología que le permite controlar la situación.
El hecho es que en el mundo capitalista, que oferta libertades, derechos y bienestar a las gentes, resulta que, primero, decirse demócratas otorga relevancia a sus gobernantes en cuanto les aporta prestigio, puesto que viene a simbolizar el progreso, y para los ciudadanos sirve de expresión de libertad, aunque solo sea en el cercado del mercado. El nombre de democracia parece ser que política y económicamente vende, además de servir de infraestructura mercantil, por eso hay que alimentarla. Sin embargo, sería oportuno verla solo en términos de fuente de legitimación del sistema —dicho sea como creencia, al estilo de los viejos tiempos— e instrumento eficaz para acallar la voluntad política de la ciudadanía.
En el plano de la realidad, liberada del peso de la propaganda y otras pamplinas ocasionales, la soberanía del Estado común, baluarte político de otras épocas, se ha quedado en el empeño, es decir, en puro mito. En cuanto a la democracia, que un día quiso ser no el gobierno de todos, sino representativa de la ciudadanía, ha pasado a ser sierva de los intereses del gran capital.
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