Hace setenta años que en un frío mes de octubre cruzaba por primera vez las puertas de un colegio al que después he vuelto en distintas ocasiones y por distintos motivos. Aquel edificio aun sigue en pie. Solo queda la capilla. Un viejo templo en el que se han confirmado –yo también lo hice en su día allí-, tomado la primera comunión y casado alguno de mis hijos y nietos. Lo que fue propiamente colegio, está pendiente de la piqueta o de la ansiada rehabilitación para otros usos. Pero ya nunca será aquel “mi primer colegio”.
Ya hace muchos años desde que los padres agustinos dejaron aquel edificio de la calle de San Agustín, para construir un extraordinario colegio en la Finca de Los Olivos, al norte de Málaga. Allí se han formado mis hijos y nietos junto a muchas generaciones de malagueños. Esta situación me ha permitido continuar en contacto con la institución a lo largo de todos estos años.
Ayer fui invitado otra vez por la dirección de pastoral del centro para animar a los alumnos y sus familias a compartir sus bienes con los más necesitados. Esta vez en forma de pañales y leche infantil que se entregarán a familias con problemas de todo tipo.
He tenido la oportunidad de hablar en público en infinidad de ocasiones. He perdido el miedo a las cámaras o a los micrófonos desde hace años. Pero ayer volví a sentir el “amor y temblor” de los primeros tiempos. De improviso me encontré en un inmenso patio, rodeado de los más de 1.500 alumnos del colegio. Mirando a mi alrededor me hice pequeño y me sentí como aquel día de octubre de 1952 en que crucé sus puertas. Apenas pude distinguir a mi hija, maestra del centro, y a unos cuantos nietos que andaban por allí en medio de la multitud.
Después de dirigirme brevemente a ellos solicitando su colaboración y, mientras hablaban los demás participantes, comencé a dar gracias a Dios porque me ha permitido llegar a vivir como miembro del “segmento de plata”. Con capacidad para transmitir mis sentimientos y con la posibilidad de ser escuchado por esa multitud de colegiales que protagonizarán el futuro de nuestro mundo.
Hoy me siento más tranquilo pensando en el porvenir. Dentro de setenta años alguno de esos niños que me rodeaban, dirá a un gran auditorio de chavales: “en este colegio me enseñaron a querer a mi familia, a iniciar mi formación académica y humana y a conocer y vivir los valores que permiten crear un mundo mejor”. Tenemos futuro.
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