El niño y el mar
Viajar al mar un día martes es algo extraño, claro que no es normal. Pero eso sucedió. Decidimos aventurarnos a las playas de Poneloya, para ser más precisos, a la bocana. El calor intenso de semana santa nos obligó y todos, de alguna manera, nos pusimos de acuerdo. Y zarpamos.
En el camino compramos frutas, melones, mangos lisos y mechudo, sandías, de todo un poco. Olvidaba decir que los dos vehículos que nos transportarían, iban tan llenos, que me sacrifiqué. Abordé un bus de los nuevos del mercadito de Sutiaba, aunque confortable, me tocó viajar de pie todo el trayecto, iba lleno de gente. Pero, por lo menos no era de aquellos chimbarones amarillos, lentos y destartalados de hace unos años, cuando las carreteras estaban en estado deplorable, con tremendos huecos. ¡Uf! Había que pensarlo hasta diez veces para viajar.
Ahora es diferente. Las autoridades municipales, con el apoyo de un hermanamiento internacional, las han dejado en tan excelentes condiciones, que en menos de treinta minutos uno se transporta a la playa, para disfrutar de la generosidad natural.
Estábamos alegres en uno de los ranchos de la bocana, degustábamos boquitas de pescado, refresco de coco pelado y devorábamos las frutas. Los murmullos se confundían con la música de roconolas, en una endiablada mezcla de canciones. Fue entonces, cuando la silueta de un niño de aproximados cuatro años de edad, me llamó la atención. Estaba agachadito mirando fijo al mar. La expresión de su rostro era de asombro, al observar aquella mancha azulada que le infundía curiosidad.
El niño agarró una piedrecita y la lanzó al agua. El efecto que produjo al caer fue un gran descubrimiento, ¡fenomenal! Los bañistas semidesnudos, despartían entre risas y bailes. Los hombres con sus calzonetas y las mujeres con sus vestidos de baño, excepto una señora gorda que estaba a pocos metros del grupo. Como lo suyo no era exhibir partes de su cuerpo, se lanzaba al agua con lo que traía puesto.
Pero el pequeño continuaba inmerso en su aventura visual, un punto que se confundía con los tonos grises del paisaje. Se acercó a él una mujer tan delgada como el horizonte, de lejos daba la impresión que iba a desaparecer.
—Venga, Gustavito, vamos a bañarnos –dijo la mujer al niño.
Él se levantó brusco de la arena e intentó correr, pero no pudo. Los brazos elásticos de aquella mujer lo atraparon…
—No, yo no quiero. ¡Déjeme! ¡Auxilio!
No pudo escaparse. Cuando estuvo en los brazos de la mujer, sus gritos fueron de espanto, el pánico fue más grande que el mar. Los dos se hundieron en el agua; el niño intentó la fuga sin resultado. A partir de ese momento estuvo condenado al suplicio, hasta que, por fin, la mujer salió del agua y puso al niño en la arena, quien temblaba de frío y de miedo.
En cuanto se sintió libre, corrió desesperado sin mirar atrás, quería estar lo más lejos del mar La tarde se disipó en un canto de sol, sobre las enramadas. Aquella mujer, tan flaca como una L, resultó ser su protectora, aunque para Gustavito, aquella tarde, fue su verdugo. De alguna forma lo había castigado sin merecerlo.
Mientras el niño Gustavito mordía un pedazo de sandía, pensó:
«Tal vez no fue bueno mirar el mar y jugar con sus aguas; tampoco fue bueno lanzarle piedritas, porque seguro le dolían. Por eso me salió esa señora extraña, muy extraña».
El negrito
Marcelo era el niño más pequeño del barrio. Tan negrito que brillaba como un tizón cuando se exponía al sol. Era tan negrito que sus amiguitos le apodaban el diablito; con su chorcito remendado y descalzo corría en las calles de El Coyolar todos los días en las tardes. Después que llegaba de la escuela se unía a los demás chavalos para jugar chibolas, La perra corrida, Doña Ana no está aquí, La lepra y, sobre todo, a la bola de hule. Incansable el cipote. Y los demás, molestándolo.
«Diablito, vení… Diablito, lanzá la bola… Diablito, corre que te alcanzo…» Todos los días era lo mismo. Y él… «Mirá no me digás así, yo me llamo Marcelo, te voy a acusar con mi abuelita.»
Y luego las pedradas y la jauría de cipotes… –diablito, diablito– y la carrera por toda la cuadra. Las piedras chocaban contra todo, rebotaban en las paredes de la casa y después, el grito de enojo de los vecinos.
—¡Chavalo vago, busca qué hacer! ¡Voy a soltar los perros! Hoy le digo a tu abuela para que te amarre.
Y los otros continuaban en su molestadera.
—Diablito, diablito… ¡Ay, diablito! Aquí estoy.
Siempre era lo mismo hasta la tardecita, cuando la mamá del Chato comenzaba la llamadera.
—¡Chatooó! Vamos para adentro, no te cansás de andar en la calle.
Y luego, doña Iluminada:
—¡Isidroooó! ¡Vení ya! Andácomprame unos frijoles.
Y doña Ana:
—¿Que no hacés caso, junior…?
Y, por último, doña Marcia, la abuelita de Marcelo, que salía con un varejón de jícaro a corretearlo para meterlo.
—Cipote vago, vení para acá… Hoy si te doy.
Y el diablito de una acera a la otra.
—Ya voy abuelita, no me pegue, ya me voy a meter –hasta que lo alcanzaba la vara de la abuelita Marcia.
Todos los días era igual.
Un sábado por la mañana, acompañando a su abuela al mercado de la terminal, se topó con el Chato e Isidro.
—Diablito, ¿vamos a jugar más tarde?
—Sí.
Y la abuelita furiosa lo agarró del brazo.
—Cómo es que contesta, eh… ¿que así se llama usted? –El diablito con los ojos bien pelados, la miró espantado sin contestar nada–. Cuando le digan así no conteste, ¿me oyó? ¡Chavalos estos!
En la noche de ese mismo sábado, una leve brisa se deslizó sobre los tejados de las casas de El Coyolar. Marcelo cayó en un sueño profundo y se vio jugando en un campo azul a la pelota de hule con otros niños. Eran niños negritos como él que le daban duro a la pelota y lo vitoreaban como el mejor jugador. Lo abrazaban cada vez que capturaba una pelota o cuando la mandaba lejos con un buen batazo. «Viste, ¡clase atrapada! ¡Qué clase de batazo el que pegó!», comentaban los compañeritos cuando el juego había concluido.
Justo cuando todos descansaban en la hierba, el negrito miró a los otros negritos y notó que sus pieles cambiaban de colores. No entendía lo que sucedía. De pronto todos eran azules y en círculo parecían corear algo. Marcelo se acercó con prudencia, porque quería escuchar lo que decían. A medida que avanzaba hacia ellos, el campo azul se volvía de chocolate bajo sus pies. Y, por más que intentaba correr, se iba alejando de los niños azules. Se detuvo y lentamente se agachó para coger con su mano aquel chocolate blanco, con uno de sus dedos se llevó un poco a la boca.
Aquello era delicioso y no lo pensó dos veces, se sentó para continuar saboreando. Se embarró y se vio blanquito hasta el pelo. Mientras tanto, también los otros niños negritos se convertían en azules. ¿Qué estaba pasando?, se preguntaba.
—Angelito, vení. ¡Urra al angelito! –lo llamaban desde algún lugar.
El blanquito de chocolate sintió rabia, porque sintió que los niños azules se estaban burlando de él.
—¡Basta ya! No me llamen así. Yo me llamo Marcelo.
Quiso ponerse de pie, pero no podía. Estaba muy pesado de tanto chocolate ingerido.
—Angelito, volá… Angelito, aquí estoy –le decían los azulitos.
Cuando las lágrimas comenzaban a brotar, sintió una palmada suave en una de sus mejillas. Entonces, abrió sus ojos y vio el rostro de su abuelita Marcia.
—¿No pensás levantarte para ir a la escuela? ¡Vamos, arriba! Levantate, no seas haragán.
Marcelo no dijo nada, con sus ojos bien abiertos buscó en cada lado y rincón de su cuarto a los niños azules, que en realidad eran negritos como él. No estaban. Se sintió húmedo de la cintura para abajo y se llenó de pánico, no quería ver y comprobar que el chocolate blanco lo inundaba. No quería ver. Pero una de sus manos la deslizó hasta que palpó sus piernas y la sábana, y en efecto, todo estaba húmedo, pero con su mano en la nariz comprobó que se trataba de orines.
—¡Son mis orines! ¡Me oriné! –decía a gritos y saltando en la tijera muy contento.
—¡Sos un cochino! ¿No te da vergüenza? –le dijo la abuela ignorante de lo que en realidad había sucedido con su nietecito–. Pero bueno, venga acá –lo abrazó–, usted siempre será mi angelito, ¿me oyó? Aunque solo diablura me haga.
Marcelo, luego de sentirse mal por aquel chocolate que lo había teñido de blanco, se sintió feliz porque solo había sido un mal sueño. Continuaba siendo el mismo de siempre, en casa con su abuelita, su misma piel y color. «¡Sí! Soy negrito, qué dicha», dijo sintiéndose un niño bello y bueno, aunque a su abuela no le gustara sus diabluras que en realidad eran juegos con sus amiguitos. Pero eso sí, aquel sueño lo guardó en su cajita de chibolas y figuritas de Popeye el marino, por si acaso los azulitos querían volver a jugar y ser lindos negritos como él.
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