Uno de los aspectos que más está dando que hablar a raíz del proceso que sigue la Ley de Bienestar Animal es si los perros usados para la práctica de la caza deben tener un estatuto jurídico diferente al resto (aquellos conocidos bajo el epígrafe de «perros de compañía»). En tal sentido, parece claro que los canes usados para cazar no se asumen ―al menos en un contundente porcentaje― como «de compañía», mas esto no debería despistarnos a la hora de percibir el espíritu de la normativa, pues viene a ser este el bienestar individual de los animales a los que se alude.
El término bienestar no tiene dobleces por cuanto a su etimología: estar bien. Y estar bien es disfrutar de una experiencia vital plena y satisfactoria, acorde con los deseos del protagonista. En todo caso, cabe subrayar que no todos los animales necesitamos lo mismo para lograr ese «estar bien». Así, una lombriz estará encantada de la vida bajo tierra, su hábitat natural, de la misma forma que a un pez le corresponde por naturaleza el entorno líquido (se dice de alguien que disfruta en un medio dado que está “como pez en el agua”). Cualquiera de nosotros no solo no disfrutaría bajo tierra o sumergidos en agua contra nuestra voluntad, sino que ambos escenarios directamente nos matarían (además, tras un intenso sufrimiento por asfixia, ¡qué horror!).
¿Qué tipo de vida llevan por lo general los «perros de caza»? Nefasta, ya se lo digo yo, que algo sé de esto, y hasta he tenido que enfrentarme a casos con los que, pasados los años, sigo teniendo pesadillas. Tengamos en cuenta que, para el paradigma mental de un cazador (entiéndase por tal un «humano practicante de la 'caza lúdica'»), el Toby de turno no es muy diferente a la escopeta o a la canana. Estas necesitan un mantenimiento concreto, y aquel uno diferente. Escopeta y canana se guardan en un cajón de casa, y el perro en un espacio compartido con otros compañeros de fatigas.
Canana y escopeta no necesitan atención emocional, ni comida, ni hacer ejercicio, ni atención médica en un momento dado, ni una mirada cómplice, ni sentir al dueño cerca, para olerlo y dar brincos de alegría a su alrededor, signo inequívoco de amistad, casi nunca correspondida de similar forma. A escopeta y canana se la trae al pairo quedarse durante semanas o meses en el referido cajón. Son objetos, y los objetos ni sienten ni padecen. Son en consecuencia por completo diferentes a los perros, a los que su historia biográfica les ha dotado de una sensibilidad, de una inteligencia, de unas necesidades como el gregarismo y la estratificación social. Pues bien, todo ello se ve truncado al ser depositados en los cheniles tras una trepidante jornada de caza. Verán a sus amigos humanos de vez en cuando, comerán lo que les echen, se atacarán entre sí en una trifulca con compañeros de celda por un quítame allá ese rincón en la caseta, que no por apestosa y mugrienta deja de ser más cálida que la intemperie. Interesa al maltratador (mejor llamamos a las cosas por su nombre y nos dejamos de remilgos) que el bicho esté en buenas condiciones para el Día D, pero el resto del tiempo puede permitirse el lujo de cierta desatención, lo que aprovecharán parásitos internos y externos para lo único que saben hacer: parasitar.
Mantener a un perro, animal amistoso y jerárquico como es, a la soledad de un chenil fétido es una canallada, un crimen (RAE dixit), se pongan como se pongan los señores cazadores, esos que se desviven en arrumacos hacia su podenco para la foto de portada en la revista equis, pero que utilizan a sus “queridos compañeros” como simples medios para un fin nada virtuoso: matar animales inocentes.
Y no me estoy refiriendo en este artículo a los ahorcadores de galgos, a quienes procedería aplicar la Ley del Talión, aunque solo fuera un minuto (¡sesenta segundos pueden hacerse eternos con una soga que te abrasa el pescuezo!), sino a esa mayoría cualificada que afirma querer muchos a sus compañeros de cuatro patas, pero que los condenan la mayor parte del tiempo a todo cuanto los perros odian: la ausencia de los amigos humanos.
Pues sí, el menda prohibiría el uso de animales para la práctica cinegética (Vive la France!). ¿No se les hincha el pecho a los cazadores subrayando que se trata de “una lucha de igual a igual, y además en campo visitante”? Pues que se las arreglen sin perro ―y sin escopeta, ya de paso―, a ver qué traen a casa a la hora de comer estos aprendices de Orzowei. De hecho, quien suscribe, y puestos a ello, prohibiría en todas sus modalidades la caza lúdica, esa que echa al monte a miles de aguerridos ciudadanos armados hasta los dientes, me río yo de la “igualdad de condiciones”, valiente patraña. Hubo un tiempo en que perros y humanos dormíamos bajo las estrellas, nos acurrucábamos ellos, nosotros y las liendres para superar las gélidas noches de invierno. Hasta quizá sentimos un cierto afecto hacia ellos, más allá de la interesada relación simbiótica que nos unió. Pero hoy no necesitamos cazar, ni por tanto maltratar a los perros durante el tiempo restante.
Los perros tienen hoy las mismas preferencias que sus antepasados, y las han ido descubriendo generación tras generación, junto a sus compañeros humanos. Se hacen una rosquilla a la vera del fuego porque ahí se está la mar de a gustito, qué carajo, y lo mismo hacemos nosotros por idéntico motivo. Y como hoy ya no hacemos hogueras para preparar las viandas, pues se tumban cuan largos son en el sofá a esperar la cena, y tan contentos. Después de cuatro paseos diarios, de saludos a todo el que muestre la menor señal de afecto, de alocadas carreras por el parque, una suculenta cena viene a ser la guinda a una plácida jornada más. Mañana será otro día, repleto igualmente de sensaciones agradables.
Siempre habrá quien, a falta de argumentos sólidos, ataque con lo de que “mantener a un perro encerrado en una superficie de ochenta metros cuadrados es una crueldad”. Que se lo pregunten a Patty, nuestra perrilla de escasos diez kilos, que tira de la correa en dirección a casa cual San Bernardo así que recibe las primeras gotas de lluvia.
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