Tengo por costumbre leer las cartas publicadas en la sección “Cartas al director”, de vez en cuando es posible aprender algo nuevo entre las que llegan a los diarios: algunas veces es una queja ciudadana y quien la denuncia en la prensa cree que si las autoridades ven su queja negro sobre blanco en las páginas de un periódico tal vez les hagan más caso, otras veces las cartas se quejan y rebaten alguno de los artículos que el periódico publica, y muchas veces el corresponsal envía su carta para tener esos cinco minutos de fama que algunos piensan que les da ver su nombre imprimido al pie de su escrito. De todo hay.
Hace unas semanas leyendo la sección de las misivas al director en una publicación me encontré con la palabra “espigolar”, y, como si aquella palabra fuera la magdalena proustiana, me vinieron al pensamiento todo un alud de imágenes de los tiempos pasados. ¿Qué es "espigolar"? Tanto el diccionario Moll como el de la Academia Valenciana de la Lengua dicen que "espigolar" es “Cosechar los frutos que han quedado en el campo después de la cosecha general”, y yo, sin haber leído todavía esta definición, durante mi infancia he ido a "espigolar" patatas en más de una ocasión. Soy de la generación de la posguerra, y, además, fui un niño criado en una familia de quienes la habían perdido. Pero, pasados ya muchos años, estoy convencido de que fui un niño feliz gracias a la familia en la que me crié y eduqué.
Para los niños ir a "espigolar" era toda una fiesta familiar, íbamos con toda la familia y en el campo nos encontrábamos, también recogiendo patatas, a nuestros amigos de cada día. Los tubérculos abandonados, después de haber sido cosechados los mejores, por los dueños del campo servían a muchas familias para poner en la mesa alguna que otra sartén de patatas fritas para cenar o un plato de hervido aliñado con aceite y sal. Para los niños de aquellos años grises ir a "espigolar" era una distracción más de aquel especial mundo de la huerta de Benimaclet que era nuestro hábitat.
Jugábamos a fútbol en las calles, aún sin asfalto ni apenas coches, con un montón de piedras o con las carteras escolares delimitábamos el espacio de las porterías, y cuando veíamos por la esquina aparecer la pareja de la Guardia Civil huíamos corriendo hacia casa. Aún no sabía que con el paso de los años también me tocaría correr frente a las fuerzas de orden público.
Los veranos eran todos nuestros. Desde primera hora de la mañana ya estábamos en la calle jugando a cualquier cosa, nos bañamos en los charcos de las acequias, a pesar de la prohibición materna de hacerlo, corríamos por los campos y todo el mundo era nuestro, en nuestros juegos imitábamos las películas que cada sábado vemos en el cine, un cine donde, como en cualquier otro, en la adolescencia aprendimos a besar y a descubrir la sexualidad, oscura y escondida, y siempre con el miedo a la linterna del acomodador. Las noches las familias sacaban sillas y mesas a la calle y mientras padres y vecinos cenaban nosotros recorríamos los campos y, más de una vez, nos persiguió el “guarda rural”, iba en bicicleta y con un rifle con postas de sal, por estar en algún campo comiéndonos una sandía que habíamos refrescado dentro del agua que pasaba por la acequia.
De vez en cuando nos desafiábamos para ir hasta la puerta del cementerio, tocar a la puerta y gritar “Calzas negras, calzas blancas, me juego un “duro” que no me cojes”, para, después salir corriendo. Bendita inocencia.
No teníamos móviles ni ordenadores, ni casi juguetes. Teníamos restricciones de luz, nos calentábamos con un brasero bajo la mesa camilla y nos salían sabañones en los dedos de las manos por el frío. Pero éramos unos niños felices. Las tristezas llegaron más tarde, con la vida.
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