| ||||||||||||||||||||||
La Navidad es una época que despierta emociones intensas: alegría, ilusión y, para muchos, también nostalgia. Este sentimiento, asociado a la evocación de tiempos pasados, puede ser reconfortante, pero también desgarrador si se mezcla con la ausencia de seres queridos, recuerdos de momentos difíciles o cambios en la vida. La nostalgia actúa como un mecanismo de adaptación, ayudándonos a encontrar sentido al presente a través de la conexión con el pasado.
Si damos una vuelta por las distintas calles de cualquier ciudad podemos apreciar perfectamente la transformación que se ha producido desde hace unas semanas hasta ahora, es decir, las fachadas, los árboles y los escaparates están decorados con luces y productos navideños que inspiran un ambiente más cálido con respecto a otras épocas.
Los cines de verano abrieron sus puertas hace muchísimas décadas con aquella ilusión que siempre han transmitido las novedades. En este momento, donde la nostalgia es ya lo que hacíamos en nuestros veranos de infancia y adolescencia con la típica frase de cualquier tiempo pasado fue mejor, esos cines son en muchos lugares de nuestro país historia. Aquel blanco de la pantalla con cielos infinitos y el misterio de las estrellas, nos adentraba en la fábrica de sueños que se proyectaban.
Rebuscando entre mis recuerdos, ha aparecido una foto que me ha retrotraído la friolera de cincuenta y siete años. Dicha instantánea está tomada en la feria de Málaga, cuando aun se celebraba en el parque. Recoge a una de aquellas viejas pandillas que aun perduran en nuestro recuerdo y que motivan el encuentro de los supervivientes los primeros viernes de cada mes.
Sí, yo fui a EGB como nacido en 1970. Sí, una EGB que posteriormente junto al BUP y al COU, me formaron académicamente y como persona. Aquel modelo de educación que acompañaba a la época tenía unos rasgos que hoy se echan en falta : ortografía, caligrafía, respeto al profesorado, compañerismo...
Añoro aquellos tiempos en que cada día aparecían en mi buzón un cerro de cartas. No ha pasado tanto tiempo. Durante mi vida laboral como agente comercial, la labor de los esforzados carteros fue imprescindible para mi negocio. Pedidos, facturas, catálogos, tarifas, instrucciones de venta. Se cruzaba todo un conjunto de correspondencia que ponía en marcha y organizaba toda mi vida comercial.
Los miembros del segmento de plata, a los que envío estas reflexiones especialmente, somos muy proclives a manifestar nuestro rechazo a muchas de las cosas que suceden a nuestro alrededor. Sin darnos cuenta, caemos en el síndrome del “abuelo Cebolleta” proclamando aquello de “en mis tiempos…”.
En las viejas radios de capilla, de finales de los 40, resonaba esta canción interpretada por Jorge Sepúlveda. Pero para mí se hizo más cercana siendo interpretada por un violinista que ejercía su oficio en el arcaico tren de humo que se encaminaba alegremente hacia el Rincón de la Victoria. Eran los primeros años de la década de los 50 y aquel buhonero rifaba alguna cosa y tocaba el violín para ganarse la vida.
Somos unos dignos herederos de aquellos pueblos romanos que acallaban sus necesidades por medio de la comida y la fiesta. En tiempos más cercanos se acuñó también la frase: “pan y toros” como un ejemplo de una manera de gobernar y de vivir. Desgraciadamente, lo de los toros tiene un corto recorrido, dado que a las mentes pensantes les ha invadido un desmesurado amor a los animales.
Los recuerdos están bien, pero en el pasado nada hay ni nada vive ya. Se olvida uno de Quinta Crespo, Las Mercedes, La Candelaria, Avenida Libertador, Ño Pastor a Misericordia, La Castellana, Macaracuay y Avenida México, del estupendo Parque del Este, donde íbamos a correr con nuestra madre.
La palabra “Montejaque” tiene unas extraordinarias connotaciones para bastantes miembros del “segmento de plata”. Muchos de nosotros pasamos un par de años de “veraneo” en aquel temible campamento en el que aprendimos a ser soldaditos, a montar a caballo, desfilar, hacer guardias e imaginarias, ducharnos en una presa o subir “la cuesta del bicarbonato”.
La Pascua ya no es lo que era, hace tiempo que aquellas fiestas pascueras de mi adolescencia están escondidas, pero no olvidadas, en el cajón de la historia reposando junto a viejos trastos. El advenimiento del «600», automóvil que democratizó la movilidad sobre cuatro ruedas en aquella España en blanco y negro, y la multiplicación de las llamadas «segundas residencias» mataron aquellas celebraciones de mi infancia y adolescencia.
Tengo por costumbre leer las cartas publicadas en la sección “Cartas al director”, de vez en cuando es posible aprender algo nuevo entre las que llegan a los diarios: algunas veces es una queja ciudadana y quien la denuncia en la prensa cree que si las autoridades ven su queja negro sobre blanco en las páginas de un periódico tal vez les hagan más caso.
Casi sin darnos cuenta, aquellos tiernos infantes de finales de los cuarenta nos hemos convertido –incluso físicamente- en una especie de abuelos cebolletas del siglo XXI. Sobre todo por nuestra tendencia a rememorar hechos y situaciones que vivimos –ay- hace demasiados años.
Será por la falta de costumbre. Será porque vivimos en la Costa del Sol y nos sentimos un tanto turistas. Será por la tristeza que traen consigo las nubes. Será por lo que sea. Llevamos una semana nublados y estamos hartos de oscuridad. He dicho que estamos nublados. Lo reafirmo. Los malos recuerdos acuden a nuestras mentes.
El concurso, organizado por la Fundación Canal y PHotoESPAÑA, ha tenido lugar a través de Instagram entre el 6 de junio y el 5 de julio y buscaba recuperar la nostalgia visual de los 90, un periodo todavía contagiado por el estímulo creativo de la década anterior, pero expectante ante los cambios que depararía el nuevo milenio. El jurado ha fallado por unanimidad el premio que ha sido otorgado a Belén Romero García (@nelebromero.photography) por su fotografía (sin título).
La imagen que se me aparece de un tiempo a esta parte, cuando se marcha una parte de la cultura popular que he mamado desde que tengo uso de razón, es la de un par de tramoyistas que aparecen por el escenario para llevarse algo de él. Dos maniquís, un bafle, un perchero, un póster dedicado, no importa muy bien lo que sea. El hueco que queda es como el de cualquier cosa que no valoramos demasiado mientras creemos que está en su sitio.
En épocas de incertidumbre, pese a no ser incertidumbres graves que afecten a la salud, porque eso ya es de coger el pánico y salir corriendo, hay una maldición que afecta a los programadores profesionales, no hablo de programadores informáticos que esos tienen una o más de una maldición en los virus ídem.
Ahora dicen que comienza el concurso de ideas. La primera que les propongo: cambiarle el nombre. Por su forma, estructura y colorido actual, yo le pondría la Plaza del Caldo con Pimentón. Es un nombre sugerente, distinto, colorido y evocador. Para los nostálgicos del ligoteo caldoso, es un homenaje y recuerdo ideal. Para los nuevos progres, una denominación llena de “rojerío socarrón valenciano”.
Desapareció y nunca se volvió a saber de él», cuenta Alejandro Gilberdi. La policía lo buscó insistentemente. Preguntaba a cualquiera que pudiera saber supiera algo y, así, fue calando una imagen diferente de RaX. «Cayó del pedestal en que el superhéroe tiene que estar», resume Gilberdi. «Simplemente, dejó de serlo. Ya no tenía sentido que siguiera existiendo». Finalmente, no detuvieron a nadie. No dieron con él.
|