La palabra “Montejaque” tiene unas extraordinarias connotaciones para bastantes miembros del “segmento de plata”. Muchos de nosotros pasamos un par de años de “veraneo” en aquel temible campamento en el que aprendimos a ser soldaditos, a montar a caballo, desfilar, hacer guardias e imaginarias, ducharnos en una presa o subir “la cuesta del bicarbonato”. El campamento de Montejaque fue el lugar donde generaciones de estudiantes universitarios del distrito de Valencia, Sevilla, Cádiz y Granada cumplíamos el servicio militar durante un par de veranos sin detrimento deque pudiéramos finalizar nuestros estudios durante el resto del año. Posteriormente, los cuatro meses de prácticas, con las que completábamos nuestro paso por las fuerzas armadas, eran una especie de vacaciones pagadas en un trabajo militar más relajado. Recuerdo aquellos dos veranos con añoranza. Nos encontrábamos un monte lleno de matojos, desde las inmediaciones del cementerio de Ronda hasta la cercanía de la estación de la Indiana, en el que a base de machete dejábamos un espacio reluciente en el que plantábamos tiendas de “indios” en las que convivíamos una decena de aspirantes o sargentos. Dormíamos en unos petates rellenos de paja (cogida de las cuadras) y nos servíamos de unas letrinas y unos lavabos rudimentarios. De unas duchas en el río de las que volvíamos con más polvo que llevábamos. Cada día comíamos lo que nos daban en un inmenso comedor que se encontraba abajo del todo, junto a la prevención, y después cuesta arriba hacia donde se encontraban los escuadrones de caballería. Gimnasia, formación abierta, marchas interminables -a pie o a caballo-, exámenes cada sábado de táctica, teórica, tiro o legislación militar. Después, los fines de semana… al autobús. A ronda, a Sevilla, a Granada o a Málaga. En mitad del “veranito” siete días de permiso coincidiendo con la jura. Cada atardecer un lanzamiento de gorras después de la retreta con el grito de “un día menos”. Tiempos maravillosos de una juventud que aprendió a sufrir, a comer mal, a convivir en un espacio inhóspito, a compartir todo, a disfrutar de los huevos con lomo de los cortijillos, o a padecer bajo la espada de Damocles de un examen cuyo aprobado te permitía disfrutar de un domingo en Ronda o en tu propia casa. Allí hicimos amigos para siempre. En mi tienda estaba Antonio Pérez de la Cruz, que después fue presidente de la Diputación de Málaga y Rector de esta Universidad, junto a otros jóvenes que después fueron brillantes veterinarios, peritos industriales, maestros o profesores mercantiles. Parecía que aquellos veranos no iban a acabar nunca. Pero resulta que ya han pasado sesenta años. Creo que la juventud actual se está perdiendo algunas experiencias que les vendrían muy bien para madurar física y mentalmente. Especialmente en lo referente a la convivencia, la disciplina y el esfuerzo común. Sí. Ya lo sé. Llevan razón. Cosas de viejos. Pero que a nuestra provecta edad gusta recordarlas. Me parecen que fueron buenos tiempos. Nosotros no íbamos en helicóptero. Nos desplazábamos en viejos autobuses por la carretera de San Pedro a Ronda. Con sus miles de curvas. Pero teníamos menos de veinte años. Y toda una vida por delante. Que nos quiten lo bailado.
Servidor, el segundo a la izquierda, con dieciocho años jurando bandera
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