La Pascua ya no es lo que era, hace tiempo que aquellas fiestas pascueras de mi adolescencia están escondidas, pero no olvidadas, en el cajón de la historia reposando junto a viejos trastos. El advenimiento del «600», automóvil que democratizó la movilidad sobre cuatro ruedas en aquella España en blanco y negro, y la multiplicación de las llamadas «segundas residencias» mataron aquellas celebraciones de mi infancia y adolescencia.
A veces la nostalgia, como dejó escrito Mario Benedetti, «la válida la única/nostalgia es de tu piel», es una piel que el paso de los años ha marcado con las arrugas, esas condecoraciones que el tiempo nos impone mientras caminan los días. Aquellas Pascuas de 'catxirulo' y tarara, cuando eramos niños, las comenzábamos unos días antes de la Semana Santa yendo a buscar las cañas de bambú al Clot de Vera, allí crecían, libres, las mejores, las que nos servirían para hacernos un catxirulo que, junto a los amigos, haríamos volar por el cielo de l'Horta de Benimaclet.
Nuestros 'catxirulos' eran artesanos, los hacíamos nosotros mismos, con cuatro cañas y un cartel anunciador de cualquier película, que recogíamos en el cine «Meló» ya teníamos montando aquel utensilio volador que «empinaríamos» aprovechando el viento primaveral que no solía faltar a la cita. Con un buen ovillo de «hilo de palomar» llenamos el cielo con nuestras ilusiones hechas catxirulo, hasta que al grito de «fil trencat» alguno de aquellos artefactos voladores se independizaba de nuestras manos rompiendo el hilo que les unía a nosotros y volaba hasta terminar su corta libertad chocando contra cualquier campo de patatas o trigo.
También a nosotros se nos rompió el hilo de la infancia mientras empezábamos a mirar de otra manera a aquellas tiernas adolescentes que ya empezaban a ser unas mujercitas con los primeros cambios en sus cuerpos.
De la noche a la mañana nuestras Pascuas tenían otra mirada, los 'catxirulos' quedaron aparcados en los rincones de la buhardilla, y en nuestras preocupaciones empezaron a asomar los primeros síntomas del mal de amores. Al llegar la Semana Santa había que concretar con qué grupo de chicas pasaríamos las fiestas de Pascua. Las festivas tardes pascueras el grupo de amigos y amigas íbamos a merendar y divertirnos por los caminos de la huerta, a veces íbamos hasta «la fuente del amor» cerca de La Carrasca, y también por Vera y la ermita "dels Peixets" en el término de Alboraya, lugares todavía libres del hierro y el cemento que nos han escamoteado parte de la huerta.
En el saquito donde llevábamos la merienda no faltaba la lechuga, la mona, huevos duros y longaniza de Pascua, era el menú pascuero por excelencia. Y entre bocado y bocado íbamos aprovechando aquel acercamiento a las chicas para iniciar los primeros juegos de amor, éramos unos indocumentados en un tema como éste del que nunca nadie nos había hablado. Jugábamos a «l'ama carabassera» y mientras atendíamos a quien dirigía el juego íbamos entrecruzando tiernas miradas con aquella que pensábamos podía ser nuestra pareja en aquellos juegos pascueros.
Mientras saltábamos a la comba siempre se nos podía escapar la mirada hacia el uelo de una falda que hacía asomar la blancura inmaculada de unas braguitas. Y al volver a casa la mejor satisfacción era ir cogidos de la mano de aquella con la que nos habíamos pasado la tarde intercambiando tiernas miradas. Generalmente aquellos amores que estrenaban primavera no llegaban a la verbena de San Juan, pero también conozco a algunos que llegaron a darse el sí ante el altar y que duraron hasta que la muerte los separó.
Hoy de aquellas Pascuas de 'catxirulo' y tarara tan sólo me queda el recuerdo de aquel huevo duro que, siguiendo la tradición, rompí en la frente de aquella chica que estrenaba maquillaje para estrenar ternuras, y a la que, escuchando a Nat King Cole, cogí de la mano.
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