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¿Sabemos a quién representa cada fuerza electoral? No, ni nos interesa
Luis Méndez Viñolas
miércoles, 8 de marzo de 2023, 11:40 h (CET)

En las campañas electorales, los ciudadanos más responsables suelen limitarse a leer los programas de los principales partidos. Los más irresponsables se dejan llevar por la última impresión recibida en la barra del bar. Se podrá decir que en ella se reúnen parroquianos con intereses afines. Pero eso sería uniformar excesivamente las clases sociales, que no existen (no lo dudamos) pero que haberlas haylas.


También se podrá contraargumentar diciendo que tales parroquianos vierten en la barra lo que han recogido en los medios de comunicación, pero ¿es fiable la totalidad de lo leído? ¿Acaso no hemos visto en la portada de algún periódico lo que se niega aclaratoriamente en la quinta página, porque se sabe que no pasaremos de la tercera? Es decir, que en definitiva nuestras decisiones con relación a nuestros intereses son más emocionales que informadas.


Respecto a los programas electorales ¿qué dicen? Cosas sin repercusión real, porque, por muy sinceros y ricos que sean sus contenidos –si lo son--, son olvidados inmediatamente. Es decir, que no sabremos si se cumplen o no. Menos aún preguntemos sobre los presupuestos generales del estado que, según se cree, son burocracia contable (cuando conviene). Es decir, que entre lo que se promete, se hace y se vigila va un trecho. Aparte de que se acepta como normal el incumplimiento. ¡Es la política! se dice, como si no fuera nuestro dinero. Lo imitamos todo de Hollywood, menos eso de: ¡Oiga, que soy un ciudadano norteamericano que paga sus impuestos!


Por otra parte, ¿sabemos a quién representa cada fuerza electoral? No, ni nos interesa. Creemos equivocadamente que los partidos son asociaciones interclasistas que defienden ideas generales sin intereses económicos concretos. Que cada uno de ellos sea la conciencia de una determinada clase cae por su peso: las clases no existen, aunque haya chabolas y palacios con siete baños. En definitiva, desde que decidieron que fuéramos un remedo de los EE.UU. las cosas cambiaron. ¿Acaso cree alguien que el Partido Republicano y el Partido Demócrata son la expresión enfrentada de dos clases antagónicas? ¿Que defienden políticas exteriores distintas? ¿Qué son la derecha y la izquierda, respectivamente? No se quiere recordar, pero Obama fue el presidente más guerrero y que más emigrantes expulsó (cerca de tres millones), y si le hubieran dado tiempo, el que continuara la labor empezada por Clinton de levantar vallas en la frontera. Mientras se orquestaba la carcajada contra Trump –con el que no simpatizamos y que continuó la labor fronteriza— se echaba tierra sobre los grandes errores de su antecesor. Cosas de los medios de comunicación. A Trump, por el contrario, deberíamos agradecerle que durante un cuatrienio se pudiera faltar al respeto a un presidente USA sin peligro de sanción.


Un dato de la historia (esa materia tan despreciada), antiguo pero muy ilustrativo sobre lo dicho, es el del partido del orden en Francia. Si no nos hubieran explicado qué representaba realmente, siempre habríamos creído que era un extraño partido bicéfalo que reunía dos candidatos reales (el de la Casa de Borbón y el de la Casa de Orleans) enfrentados por apetencias personales, aunque unidos frente al enemigo común, la Montaña (los antiguos socialdemócratas). Hablamos de la realidad, no de esa historia que sólo nos muestra la corteza del fruto. ¿Y qué había bajo la corteza de esas dos aspiraciones monárquicas? Pues los intereses encontrados de dos sectores del mismo sistema: por un lado el de la gran propiedad territorial y por otro el de los intereses de la alta finanza, la gran industria y el gran comercio, es decir, el gran capital. No distinta fue la causa del enfrentamiento entre carlistas y liberales en nuestra patria: la tierra contra el capital, la aristocracia e iglesia frente a la burguesía, con sus respectivos y fundamentales intereses económicos. Lo demás --Dios, patria, rey, libertad-- era accesorio, aunque aparentemente principal.


Es decir, y volviendo al presente de nuestro país, lo accesorio aparece como lo principal, y lo principal resulta inexistente para el sobrado vocero de la barra de bar. No oigo a nadie preguntarse si privatizándolo todo --salvo interior, defensa y sistema judicial, como predica Rubén Manso-- el país vivirá mejor. ¿Alguien se ha preguntado, por ejemplo, qué puede ocurrir con un plan de pensiones? ¿En inevitable que los Ferroviales de turno se vayan? ¿Se puede reindustrializar el país? ¿Tiene marcha atrás lo del Sáhara, asunto sobre el cual todos callan? ¿Quién es el gran muñidor? ¿Somos esencia? ¿Somos apariencia? ¿Somos? ¿La vida es sueño? ¿La nada nadea, como decía Heidegger?

¿Y dónde hay un manual que desentrañe brevemente todo esto? No lo puede haber. La política es una de las ciencias más complejas y cambiantes que hay, en la que es necesario saber de historia, economía, derecho, geopolítica (otra ilusión: el grado de soberanía de los países), estrategia militar, estadística, etc. etc. y nada se aclarará leyendo en un solo esfuerzo un solo medio. Por eso es importante leer todo lo posible y de forma variada y continuada: grandes y pequeños medios-- los más modestos a veces son bastante más libres e imparciales—, nacionales e internacionales, verdes y amarillos. ¿Que es trabajoso? Si quisiéramos discutir sobre medicina aceptaríamos la necesidad de estudiarla. Pues hay que decir que administrar el estado, la nación, no es más fácil que curar y fortalecer a un cuerpo enfermo. Y si no queremos o podemos hacer el esfuerzo, al menos deberíamos hacer el esfuerzo de hablar en voz baja.


Terminando: se cree que la formación política es una labor estéril. Había un historiador que decía que cuando miraba al futuro se sentí pesimista, pero que cuando miraba al pasado recobraba algo de optimismo. El mundo se ha movido a fuerza de actos violentos, pero también por el peso pasivo de la población. ¿No consistirá el poder de ese peso en sus conocimientos? No es fácil saber, pero que al menos no nos manipulen sin que en nosotros no quede un resquicio de sospecha.

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