Comportó el pasado martes 14 de marzo no escaso placer, para quien esto escribe, llevar a cabo (tras de las palabras introductoras de doña Rosario de la Cueva, insigne auspiciadora y coordinadora del ciclo “La Rioja Poética”) el breve opúsculo que precedía a la recitación por dos grandes vates de sus respectivos versos, no en vano quienes en tal tarde nos acompañaban son dos personajes polifacéticos cuyo vivencial sedimento han transportado, en un momento dado, a su poesía, matiz este que la dota de alma a manos llenas.
Es la de ambos una poesía que contiene y traslada mucha verdad, pues en los dos casos se rebeló acuciante la misma. Vamos, que no está escrita por mero solaz. Y es cuando se da tal revelación cuando la poesía ha de fluir campando a sus anchas por el entramado versal trasladándonos el sentir a flor de piel que la suscitó.
La buena poesía es la que aúna un estremecimiento interno y una pericia técnica. Y las dos propuestas que confluyeron el mentado martes cumplen dichos requisitos, pues, como digo, no son poetas de salón, ni paracaidistas en el mundo de las bellas letras David Llorente Oller ni José Antonio García Palazón, sino escritores que poseen la suficiente conciencia de cuándo se antoja pertinente acudir a la vía poético-poemática.
Llorente hace uso de desbordantes versículos que dejan discurrir el desasosiego más luminiscentemente lóbrego radicado en insondables reductos de su más consciente vivir, sabiendo aprehender la encandiladora bruma que emerge de su alma y componiendo con ella piezas fascinadoramente conmovedoras.
García Palazón deja transcurrir a sus más lúcidas y embriagadoras cuitas ofreciéndoles el cauce de una lúdica y crítica impronta oscilante entre el petrarquismo, el realismo social y la vanguardia, pues todo ello cabe en cada estrofa de cada maravillador poema de García Palazón, un tipo que aúna lirismo literario y personal al unísono.
No quise leer ninguna pieza de ninguno de ellos, consciente como era de que los dos conseguirían, con sus recitaciones, que la poesía hablase por sí misma atestiguando, lo por mí previamente esgrimido.
Tampoco pude dejar de referirme a la posibilitadora (a lo largo de tantos años) de estos ya legendarios encuentros con la poesía: la entrañable poeta de corte neoclásico y gran amiga, doña Rosario de la Cueva, de cuyos líricos introitos a las veladas soy rendido admirador toda vez que la poesía fluye por ellos con encandilador marbete.
El público quedó ostensiblemente agradado no solo con la magnífica poesía que portaban en sus respectivos morrales ambos vates, sino con la manera de anticipar el contenido de dichos versos a través de sugerentes y encandiladoras aclaraciones de no menor fuste que lo subsiguientemente puesto en liza.
La verdad lírica y humana se impuso y este que les escribe estuvo allí para ejercer como fedatario de tan desacostumbrado acontecimiento.
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